Cuando Paco Yunque y su madre llegaron a la
puerta del colegio, los niños estaban jugando en el patio. La madre le dejó y
se fue. Paco, paso a paso, fue adelantándose al centro del patio, con su libro
primero, su cuaderno y su lápiz. Paco estaba con miedo, porque era la primera
vez que veía a un colegio; nunca había visto a tantos niños juntos.
Varios alumnos, pequeños como él, se le
acercaron y Paco, cada vez más tímido, se pegó a la pared, y se puso colorado.
¡Qué listos eran todos esos chicos! ¡Qué desenvueltos! Como si estuviesen en su
casa. Gritaban. Corrían. Reían hasta reventar. Saltaban. Se daban de puñetazos.
Eso era un enredo.
Paco estaba también atolondrado porque en
el campo no oyó nunca sonar tantas voces de personas a la vez. En el campo
hablaba primero uno, después oro, después otro y después otro. A veces, oyó
hablar hasta cuatro o cinco personas juntas. Era su padre, su madre, don José,
el cojo Anselmo y la
Tomasa. Eso no era ya voz de personas sino otro ruido. Muy
diferente. Y ahora sí que esto del colegio era una bulla fuerte, de muchos.
Paco estaba asordado.
Un niño rubio y gordo, vestido de blanco, le
estaba hablando. Otro niño más chico, medio ronco y con blusa azul, también le
hablaba. De diversos grupos se separaban los alumnos y venían a ver a Paco,
haciéndole muchas preguntas. Pero Paco no podía oír nada por la gritería de los
demás. Un niño trigueño, cara redonda y con una chaqueta verde muy ceñida en la
cintura agarró a Paco por un brazo y quiso arrastrarlo. Pero Paco no se dejó.
El trigueño volvió a agarrarlo con más fuerza y lo jaló. Paco se pegó más a la
pared y se puso más colorado.
En ese momento sonó la campana, y todos
entraron a los salones de clase.
Dos niños —los hermanos Zumiga— tomaron de
una y otra mano a Paco y le condujeron a la sala de primer año. Paco no quiso
seguirlos al principio, pero luego obedeció, porque vio que todos hacían lo
mismo. Al entrar al salón se puso pálido. Todo quedó repentinamente en silencio
y este silencio le dio miedo a Paco. Los Zumiga le estaban jalando, el uno para
un lado y el otro para el otro lado, cuando de pronto le soltaron y lo dejaron
solo.
El profesor entró. Todos los niños estaban
de pie, con la mano derecha levantada a la altura de la sien, saludando en
silencio y muy erguidos.
Paco sin soltar su libro, su cuaderno y su
lápiz, se había quedado parado en medio del salón, entre las primeras carpetas
de los alumnos y el pupitre del profesor. Un remolino se le hacía en la cabeza.
Niños. Paredes amarillas. Grupos de niños. Vocerío. Silencio. Una tracalada de
sillas. El profesor. Ahí, solo, parado, en el colegio. Quería llorar. El
profesor le tomó de la mano y lo llevó a instalar en una de las carpetas
delanteras junto a un niño de su mismo tamaño. El profesor le preguntó:
—¿Cómo se llama Ud.?
Con voz temblorosa, Paco muy bajito:
—Paco.
—¿Y su apellido? Diga usted todo su nombre.
—Paco Yunque.
—Muy bien.
El profesor volvió a su pupitre y, después
de echar una mirada muy seria sobre todos los alumnos, dijo con voz militar:
—¡Siéntense!
Un traqueteo de carpetas y todos los
alumnos ya estaban sentados.
El profesor también se sentó y durante unos
momentos escribió en unos libros. Paco Yunque tenía aún en la mano su libro, su
cuaderno y su lápiz. Su compañero de carpeta le dijo:
—Pon tus cosas, como yo, en la carpeta.
Paco Yunque seguía muy aturdido y no le
hizo caso. Su compañero le quitó entonces sus libros y los puso en la carpeta.
Después, le dijo alegremente:
—Yo también me llamo Paco, Paco Fariña. No
tengas pena. Vamos a jugar con mi tablero. Tiene torres negras. Me lo ha
comprado mi tía Susana. ¿Dónde está tu familia, la tuya?
Paco yunque no respondía nada. Este otro
Paco le molestaba. Como éste eran seguramente todos los demás niños:
habladores, contentos y no les daba miedo el colegio. ¿Por qué eran así? Y él,
Paco Yunque, ¿por qué tenía tanto miedo? Miraba a hurtadillas al profesor, al
pupitre, al muro que había detrás del profesor y al techo. También miró de
reojo, a través de la ventana, al patio, que estaba ahora abandonado y en
silencio. El sol brillaba afuera. De cuando en cuando, llegaban voces de otros
salones de clase y ruidos de carretas que pasaban por la calle.
¡Qué cosa extraña era estar en el colegio!
Paco Yunque empezaba a volver un poco de su aturdimiento. Pensó en su casa y en
su mamá. Le preguntó a Paco Fariña:
—¿A qué hora nos iremos a nuestras casas?
—A las once. ¿Dónde está tu casa?
—Por allá
—¿Está lejos?
—Si...No...
Paco Yunque no sabía en qué calle estaba su
casa, porque acababan de traerlo, hacía pocos días, del campo y no conocía la
ciudad.
Sonaron unos pasos de carrera en el patio,
apareció en la puerta del salón, Humberto, el hijo del señor Dorian Grieve, un
inglés, patrón de los Yunque, gerente de los ferrocarriles de la “Peruvian
Corporation” y alcalde del pueblo. Precisamente a Paco le habían hecho venir
del campo para que acompañase al colegio a Humberto y para que jugara con él,
pues ambos tenían la misma edad. Sólo que Humberto acostumbraba venir tarde al
colegio y esta vez, por ser la primera, la señora Grieve le había dicho a la
madre de Paco:
—Lleve usted ya a Paco al colegio. No sirve
que llegue tarde el primer día. Desde mañana esperará a que Humberto se levante
y los llevará juntos a los dos.
El profesor, al ver a Humberto Grieve, le
dijo:
—¿Hoy otra vez tarde?
Humberto con gran desenfado, respondió:
—Que me he quedado dormido.
—Bueno —dijo el profesor—. Que esta sea la
última vez. Pase a sentarse.
Humberto Grieve buscó con la mirada donde
estaba Paco Yunque. Al dar con él, se le acercó y le dijo imperiosamente:
—Ven a mi carpeta conmigo.
Paco Fariña le dijo a Humberto Grieve:
—No. Porque el señor lo ha puesto aquí.
—¿Y a ti qué te importa? –le increpó Grieve
violentamente, arrastrando a Yunque por un brazo a su carpeta.
—¡Señor! –gritó entonces Fariña—, Grieve se
está llevando a Paco Yunque a su carpeta. El profesor cesó de escribir y
preguntó con voz enérgica:
—¡Vamos a ver! ¡Silencio! ¿Qué pasa ahí?
Fariña volvió a decir:
—Grieve se ha llevado a su carpeta a Paco
Yunque.
Humberto Grieve, instalado ya en su carpeta
con paco Yunque, le dijo al profesor:
—Sí, señor. Porque Paco Yunque es mi
muchacho. Por eso.
El profesor lo sabía esto perfectamente y
le dijo a Humberto Grieve:
—Muy bien. Pero yo lo he colocado con Paco
Fariña, para que atienda mejor las explicaciones. Déjelo que vuela a su sitio.
Todos los alumnos miraban en silencio al
profesor, a Humberto Grieve y a Paco Yunque. Fariña fue y tomó a Paco Yunque
por la mano y quiso volverlo a traer a su carpeta, pero Grieve tomó a Paco
Yunque por el otro brazo y no lo dejó moverse.
El profesor le dijo otra vez a Grieve:
—¡Grieve! ¿Qué es esto? Humberto Grieve, colorado de cólera, dijo:
—No, señor. Yo quiero que Yunque se quede
conmigo.
—Déjelo, le he dicho.
—No, señor.
—¿Cómo?
—No.
El profesor estaba indignado y repetía,
amenazador:
—¡Grieve! ¡Grieve!
Humberto Grieve tenía bajo los ojos y
sujetaba fuertemente por el brazo a Paco Yunque, el cual estaba aturdido y se
dejaba jalar como un trapo por Fariña y por Grieve. Paco yunque tenía ahora más
miedo a Humberto Grieve que al profesor, que a todos los demás niños y que al
colegio entero. ¿Por qué Paco Yunque le tenía miedo a Humberto Grieve? ¿Por qué
este Humberto Grieve solía pegarle a Paco Yunque?
El profesor se acercó a Paco Yunque, le
tomó por el brazo y le condujo a la carpeta de Fariña. Grieve se puso a llorar,
pataleando furiosamente su banco.
De nuevo se oyeron pasos en el patio y otro
alumno, Antonio Gesdres, —hijo de un albañil— apareció a la puerta del salón.
El profesor le dijo:
—¿Por qué llega usted tarde?
—Porque fui a comprar pan para el desayuno.
—¿Y por qué no fue usted más temprano?
—Porque estuve alzando a mi hermanito y
mamá está enferma y papá se fue al trabajo.
—Bueno –dijo el profesor, muy serio—.
Párese ahí. Y, además, tiene usted una hora de reclusión.
Le señaló un rincón, cerca de la pizarra de
ejercicios.
Paco Fariña, se levantó entonces y dijo:
—Grieve también ha llegado tarde, señor.
—Miente, señor —respondió rápidamente
Humberto Grieve—. No he llegado tarde.
Todos los alumnos dijeron en coro:
—¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Grieve ha llegado
tarde!
—¡Pish! ¡Silencio! –dijo malhumorado el
profesor y todos los niños se callaron.
El profesor se paseaba pensativo.
Fariña le decía a Yunque en secreto:
—Grieve ha llegado tarde y no lo castigan.
Porque su papá tiene plata. Todos los días llega tarde. ¿Tú vives en su casa?
¿Cierto que eres su muchacho?
Yunque respondió:
—Yo vivo con mi mamá.
—¿En la casa de Humberto Grieve?
—Es una casa muy bonita. Ahí está la
patrona y el patrón. Ahí está mi mamá. Yo estoy con mi mamá.
Humberto Grieve, desde su banco del otro
lado del salón, miraba con cólera a Paco Yunque y le enseñaba los puños, porque
se dejó llevar a la carpeta de Paco Fariña.
Paco Yunque no sabía qué hacer. Le pegaría
otra vez el niño Humberto, porque no se quedó con él, en su carpeta. Cuando
saldrían del colegio, el niño Humberto le daría un empujón en el pecho y una
patada en la pierna. El niño Humberto era malo y pegaba pronto, a cada rato. En
la calle. En el corredor también. Y en la escalera. Y también en la cocina,
delante de su mamá y delante de la patrona. Ahora le va a pegar, porque le
estaba enseñando los puñetes y le miraba con ojos blancos. Yunque le dijo a
Fariña:
—Me voy a la carpeta del niño Humberto.
Y paco Fariña le decía:
—No vayas. No seas zonzo. El señor te va a
castigar.
Fariña volteó a ver a Grieve y este Grieve
le enseñó también a él los puños, refunfuñando no sé qué cosas, a escondidas
del profesor.
—¡Señor! –gritó Fariña—. Ahí, ese Grieve me
está enseñando los puñetes.
El profesor dijo:
—¡Psc! ¡Psc! ¡Silencio!...¡Vamos a ver!
...Vamos a hablar hoy de los peces, y después, vamos a hacer todos un ejercicio
escrito en una hoja de los cuadernos, y después me los dan para verlos. Quiero
ver quién hace mejor ejercicio, para que su nombre sea escrito en el Cuaderno
de Honor del Colegio, como el mejor alumno del primer año. ¿Me han oído bien?
Vamos a hacer lo mismo que hicimos la semana pasada. Exactamente lo mismo. Hay
que atender bien a la clase. Hay que copiar bien el ejercicio que voy a
escribir después en la pizarra. ¿Me han entendido bien?
Los alumnos respondieron en coro:
—Sí señor.
—Muy bien –dijo el profesor—. Vamos a ver.
Vamos a hablar ahora de los peces.
Varios niños quisieron hablar. El profesor
le dijo a uno de los Zumiga que hablase.
—Señor –dijo Zumiga—: Había en la playa
mucha arena. Un día nos metimos entre la arena y encontramos un pez medio vivo
y lo llevamos a mi casa. Pero se murió en el camino...
Humberto Grieve dijo:
—Señor: yo he cogido muchos peces y los he
llevado a mi casa y los he soltado en mi salón y no se mueren nunca.
El profesor preguntó:
—Pero...¿los deja usted en alguna vasija
con agua?
—No señor. Están sueltos, entre los
muebles.
Todos los niños se echaron a reír.
Un chico, flacucho y pálido, dijo:
—Mentira, señor. Porque el pez se muere
pronto, cuando lo sacan del agua.
—No, señor –decía Humberto Grieve—. Porque
en mi salón no se mueren. Porque mi salón es muy elegante. Porque mi papá me
dijo que trajera peces y que podía dejarlos sueltos entre las sillas.
Paco Fariña se moría de risa. Los Zumiga
también. El chico rubio y gordo, de chaqueta blanca, y el otro cara redonda y
chaqueta verde, se reían ruidosamente. ¡Qué Grieve tan divertido! ¡Los peces en
su salón! ¡Entre los muebles! ¡Como si fuesen pájaros! Era una gran mentira lo
que contaba Grieve. Todos los chicos exclamaban a la vez reventando de risa:
—Ja! Ja! Ja! Ja! Ja! ¡Miente, señor! Ja!
Ja! Ja! Ja! ¡Mentira! ¡Mentira!
Humberto Grieve se enojó porque no le
creían lo que contaba. Todos se burlaban de lo que había dicho. Pero Grieve
recordaba que trajo dos peces a su casa y los soltó en el salón y ahí
estuvieron muchos días. Los movió y se movían. No estaba seguro si vivieron
muchos días o murieron pronto. Grieve, de todos modos, quería que le creyeran
lo que decía. En medio de las risas de todos, le dijo a uno de los Zumiga:
—¡Claro! Porque mi papá tiene mucha plata.
Y me ha dicho que va a hacer llevar a mi casa a todos los peces del mar. Para
mí. Para que juegue con ellos en mi salón grande.
El profesor dijo en alta voz:
—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Silencio! Grieve no se
acuerda bien, seguramente. Porque los peces mueren cuando...
Los niños añadieron en coro:
—...se les saca del agua.
—Eso es –dijo el profesor.
El niño flacucho y pálido dijo:
—Porque los peces tienen sus mamás en el
agua y sacándolos, se quedan sin mamás. —¡No, no, no! –dijo el profesor—. Los
peces mueren fuera del agua, porque no pueden respirar. Ellos toman el aire que
hay en el agua, y cuando salen, no pueden absorber el aire que hay afuera.
—Porque ya están como muertos –dijo un
niño.
Humberto Grieve dijo:
—Mi papá puede darles aire en mi casa,
porque tiene bastante plata para comprar todo.
El chico vestido de verde dijo:
—Mi papá también tiene plata.
—Mi papá también –dijo otro chico.
Todos los niños dijeron que sus papás
tenían mucho dinero. Paco Yunque no decía nada y estaba pensando en los peces
que morían fuera del agua.
Fariña le dijo a Paco Yunque:
—Y tú, ¿tu papá no tiene plata?
Paco Yunque reflexionó y se acordó haberle
visto una vez a su mamá con unas pesetas en la mano. Yunque dijo a fariña:
—Mi mamá tiene también mucha plata.
—¿Cuánto? –le preguntó Fariña.
—Como cuatro pesetas.
Fariña dijo al profesor en voz alta:
—Paco Yunque dice que su mamá tiene también
mucha plata.
—¡Mentira, señor! –respondió Humberto
Grieve—. Paco Yunque miente, porque su mamá es la sirvienta de mi mamá y no
tiene nada.
El profesor tomó la tiza y escribió en la
pizarra dando la espalda a los niños.
Humberto Grieve, aprovechando de que no le
veía el profesor, dio un salto y le jaló de los pelos a Yunque, volviéndose a
la carrera a su carpeta. Yunque se puso a llorar.
—¿Qué es eso? –dijo el profesor,
volviéndose a ver lo que pasaba.
Paco Fariña, dijo:
—Grieve le ha tirado de los pelos, señor.
—No, señor –dijo Grieve—. Yo no he sido. Yo
no me he movido de mi sitio.
—¡Bueno, bueno! –dijo el profesor¡Silencio!
¡Cállese Paco Yunque! ¡Silencio!
Siguió escribiendo en la pizarra; y después
preguntó a Grieve:
—Si se le saca del agua, ¿qué sucede con el
pez?
—Va a vivir en mi salón –contestó Grieve.
Otra vez se reían de Grieve los niños. Este
Grieve no sabía nada. No pensaba más que en su casa y en su salón y en su papá
y en su plata. Siempre estaba diciendo tonterías.
—Vamos a ver, usted, Paco Yunque –dijo el
profesor—¿Qué pasa con el pez, si se le saca del agua?
Paco Yunque, medio llorando todavía por el
jalón de los pelos que le dio Grieve, repitió de una tirada lo que dijo el
profesor:
—Los peces mueren fuera del agua porque les
falta aire.
—¡Eso es! –decía el profesor—. Muy bien.
Volvió a escribir en la pizarra.
Humberto Grieve aprovechó otra vez de que
no podía verle el profesor y fue a darle un puñetazo a Paco Fariña en la boca y
regresó de un salto a su carpeta. Fariña, en vez de llorar como Paco Yunque,
dijo a grandes voces al profesor:
—¡Señor! ¡Acaba de pegarme Humberto Grieve!
—¡Sí, señor! ¡Sí, señor! –decían todos los
niños a la vez.
Una bulla tremenda había en el salón.
El profesor dio un puñetazo en su pupitre y
dijo:
—¡Silencio!
El salón se sumió en un silencio completo y
cada alumno estaba en su carpeta, serio y derecho, mirando ansiosamente al
profesor. ¡Las cosas de este Humberto Grieve! ¡Ya ven lo que estaba pasando por
su cuenta! ¡Ahora habrá que ver lo que va a hacer el profesor, que estaba
colorado de cólera! ¡Y todo por culpa de Humberto Grieve!
—¿Qué desorden es ése? –preguntó el
profesor a Paco Fariña.
Paco Fariña, con los ojos brillantes de
rabia, decía:
—Humberto Grieve me ha pegado un puñetazo
en la cara sin que yo le haga nada.
—¿Verdad, Grieve?
—No, señor –dijo Humberto Grieve—. Yo no le
he pegado.
El profesor miró a todos los alumnos sin
saber a qué atenerse. ¿Quién de los dos decía la verdad? ¿Fariña o Grieve?
—¿Quién lo ha visto? –preguntó el profesor
a Fariña.
—¡Todos, señor! Paco Yunque también lo ha
visto.
—¿Es verdad lo que dice Paco Fariña? –le
preguntó el profesor a Yunque.
Paco Yunque miró a Humberto Grieve y no se
atrevió a responder, porque si decía sí, el niño
Humberto le pegaría a la salida. Yunque no
dijo nada y bajó la cabeza.
Fariña dijo:
—Yunque no dice nada, señor, porque
Humberto Grieve le pega, porque es su muchacho y vive en su casa.
El profesor preguntó a los otros alumnos:
—¿Quién otro ha visto lo que dice Fariña?
—¡Yo, señor! ¡Yo, señor! ¡Yo, señor!
El profesor volvió a preguntar a Grieve:
—¿Entonces, es cierto, Grieve, que le ha
pegado usted a Fariña?
—¡No, señor! Yo no le he pegado.
—Cuidado con mentir Grieve. ¡Un niño
decente como usted, no debe mentir!
—No, señor. Yo no le he pegado.
—Bueno. Yo creo en lo que usted dice. Yo sé
que usted no miente nunca. Bueno. Pero tenga usted mucho cuidado en adelante.
El profesor se puso a pasear, pensativo, y
todos los alumnos seguían circunspectos y derechos en sus bancos.
Paco Fariña gruñía a media voz y como
queriendo llorar:
—No le castigan, porque su papá es rico. Le
voy a decir a mi mamá.
El profesor le oyó y se plantó enojado
delante de Fariña y le dijo en alta voz:
—¿Qué está usted diciendo? Humberto Grieve
es un buen alumno. No miente nunca. No molesta a nadie. Por eso no le castigo.
Aquí todos los niños son iguales, los hijos de ricos y los hijos de pobres. Yo
los castigo aunque sean hijos de ricos. Como usted vuelva a decir lo que está
diciendo del padre de Grieve, le pondré dos horas de reclusión. ¿Me ha oído
usted?
Paco Fariña estaba agachado. Paco Yunque
también. Los dos sabían que era Humberto Grieve quien les había pegado y que
era un gran mentiroso.
El profesor fue a la pizarra y siguió
escribiendo.
—¿Por qué no le dijiste al señor que me ha
pegado Humberto Grieve?
—Porque el niño Humberto me pega.
—Y, ¿por qué no se lo dices a tu mamá?
—Porque si le digo a mi mamá, también me
pega y la patrona se enoja.
Mientras el profesor escribía en la
pizarra, Humberto Grieve se puso a llenar de dibujos su cuaderno.
Paco Yunque estaba pensando en su mamá.
Después se acordó de la patrona y del niño Humberto. ¿Le pegarían al volver a
la casa? Yunque miraba a los otros niños y éstos no le pegaban a Yunque ni a
Fariña, ni a nadie. Tampoco le querían agarrar a Yunque en las otras carpetas,
como quiso hacerlo el niño Humberto. ¿Por qué el niño Humberto era así con él?
Yunque se lo diría ahora a su mamá y si el niño Humberto le pegaba, se lo diría
al profesor. Pero el profesor no le hacía nada al niño Humberto. Entonces, se
lo diría a Paco Fariña. Le preguntó a Paco Fariña:
—¿A ti también te pega el niño Humberto?
—¿A mí? ¡Qué me va a pegar a mí! Le pego un
puñetazo en el hocico y le hecho sangre. ¡Vas a ver! ¡Como me haga alguna cosa!
¡Déjalo y verás! ¡Y se lo diré a mi mamá! ¡Y vendrá mi papá y le pegará a
Grieve y a su papá también, y a todos!
Paco Yunque le oía asustado a Paco Fariña
lo que decía. ¿Cierto sería que le pegaría al niño Humberto? ¿Y que su papá
vendría a pegarle al señor Grieve? Paco Yunque no quería creerlo, porque al
niño Humberto no le pegaba nadie. Si Fariña le pegaba, vendría el patrón y le
pegaría a Fariña y también al papá de Fariña. Le pegaría el patrón a todos.
Porque todos le tenían miedo. Porque el señor Grieve hablaba muy serio y estaba
mandando siempre. Y venían a su casa señores y señoras que le tenían mucho
miedo y obedecían siempre al patrón y a la patrona. En buena cuenta, el señor
Grieve podía más que el profesor y más que todos.
Paco Yunque miró al profesor que escribía
en la pizarra. ¿Quién era el profesor? ¿Por qué era tan serio y daba tanto
miedo? Yunque seguía mirándolo. No era el profesor igual a su papá ni al señor
Grieve. Más bien se parecía a otros señores que venían a la casa y hablaban con
el patrón. Tenían un pescuezo colorado y su nariz parecía moco de pavo. Sus
zapatos hacían risss-risssrisss-risss, cuando caminaba mucho.
Yunque empezó a fastidiarse. ¿A qué hora se
iría a su casa? Pero el niño Humberto le iba a pegar a la salida del colegio. Y
la mamá de Paco Yunque le diría al niño Humberto: “No, niño. No le pegue usted
a Paquito. No sea tan malo”. Y nada más le diría. Pero Paco tendría colorada la
pierna de la patada del niño Humberto. Y Paco se pondría a llorar. Porque al
niño Humberto nadie le hacía nada. Y porque el patrón y la patrona le querían
mucho al niño Humberto, y Paco Yunque tenía pena porque el niño Humberto le
pegaba mucho. Todos, todos, todos le tenían miedo al niño Humberto y a sus
papás. Todos. Todos. Todos. El profesor también. La cocinera, su hija. La mamá
de Paco. El Venancio con su mandil. La
María que lava las bacinicas. Quebró ayer una bacinica en
tres pedazos grandes. ¿Le pegaría también el patrón al papá de Paco Yunque? Qué
cosa fea era esto del patrón y del niño Humberto. Paco Yunque quería llorar. ¿A
qué hora acabaría de escribir el profesor en la pizarra?

—¿En nuestros cuadernos? –preguntó
tímidamente Paco Yunque.
—Sí, en sus cuadernos –le respondió el
profesor— ¿Usted sabe escribir un poco?
—Sí, señor. Porque mi papá me enseñó en el
campo.
—Muy bien. Entonces, todos a copiar.
Los niños sacaron sus cuadernos y se
pusieron a copiar el ejercicio que el profesor había escrito en la pizarra.
—No hay que apurarse –decía el profesor—.
Hay que escribir poco a poco, para no equivocarse.
Humberto Grieve preguntó:
—¿Es, señor, el ejercicio escrito de los
peces?
—Sí. A copiar todo el mundo.
El salón se sumió en el silencio. No se oía
sino el ruido de los lápices. El profesor se sentó a su pupitre y también se
puso a escribir en unos libros.
![]() |
Humberto Grieve, en vez de copiar su ejercicio, se puso otra vez a hacer dibujos en su cuaderno. Lo llenó completamente de dibujos de peces, de muñecos y de cuadritos. En la última página dibujó estas figuras.[1]
Al cabo de un rato, el profesor se paró y
preguntó:
—¿Ya terminaron?
—Bueno –dijo el profesor—. Pongan al pie
sus nombres bien claros.
En ese momento sonó la campana del recreo.
Una gran algazara volvieron a hacer los
niños y salieron corriendo al patio.
Paco Yunque había copiado su ejercicio muy
bien y salió al recreo con su libro, su cuaderno y su lápiz.
Ya en el patio, vino Humberto Grieve y
agarró a Paco Yunque por un brazo, diciéndole con cólera:
—Ven para jugar al melo.
Lo echo de un empellón al medio y le hizo
derribar su libro, su cuaderno y su lápiz.
Yunque hacía lo que le ordenaba Grieve,
pero estaba colorado y avergonzado de que los otros niños viesen cómo lo
zarandeaba el niño Humberto. Yunque quería llorar.
Paco Fariña, los dos Zumigas y otros niños
rodeaban a Humberto Grieve y a Paco Yunque. El niño flacucho y pálido recogió
el libro, el cuaderno y el lápiz de Yunque, pero Humberto Grieve se los quitó a
la fuerza, diciéndole:
—¡Déjalos! ¡No te metas! Porque Paco Yunque
es mi muchacho.
Humberto Grieve llevó al salón de clases
las cosas de Paco Yunque y se las guardó en su carpeta. Después, volvió al
patio a jugar con Paco Yunque. Le cogió del pescuezo y le hizo doblar la
cintura y ponerse en cuatro manos.
—Estate quieto así –le ordenó
imperiosamente—. No te muevas hasta que yo te diga.
Humberto Grieve se retiró a cierta
distancia y desde allí vino corriendo y dio un salto sobre Paco Yunque,
apoyando las manos sobre sus espaldas y dándole una patada feroz en las
posaderas. Volvió a retirarse y volvió a saltar sobre Paco Yunque, dándole otra
patada. Mucho rato estuvo así jugando Humberto Grieve con Paco Yunque. Le dio
como veinte saltos y veinte patadas.
De repente se oyó un llanto. Era Yunque que
estaba llorando de las fuertes patadas del niño Humberto. Entonces salió Paco Fariña
del ruedo formado por los otros niños y se plantó ante Grieve, diciéndole:
—¡No! ¡No te dejo que saltes sobre Paco
Yunque!
Humberto Grieve le respondió amenazándole:
—¡Oye! ¡Oye! ¡Paco Fariña! ¡Paco Fariña!
¡Te voy a dar un puñetazo¡
Pero fariña no se movía y estaba tieso
delante de Grieve y le decía:
—¡Porque es tu muchacho le pegas y lo
saltas y lo haces llorar! ¡Sáltalo y verás!
Los dos hermanos Zumiga abrazaban a Paco
Yunque y le decían que ya no llorase y le consolaban diciéndole:
—¿Por qué te dejas saltar así y dar de
patadas? ¡Pégale! ¡Sáltalo tú también! ¿Por qué te dejas? ¡No seas zonzo!
¡Cállate! ¡Ya no llores! ¡Ya nos vamos a ir a nuestras casas!
Paco Yunque estaba siempre llorando y sus
lágrimas parecían ahogarle.
Se formó un tumulto de niños en torno a
Paco Yunque y otro tumulto en torno a Humberto Grieve y a Paco fariña.
Grieve le dio un empellón brutal a Fariña y
lo derribó al suelo. Vino un alumno más grande, del segundo año, y defendió a
fariña, dándole a Grieve un puntapié. Y otro niño del tercer año, más grande
que todos, defendió a Grieve dándole una furiosa trompada al alumno del segundo
año. Un buen rato lloverion bofetadas y patadas entre varios niños. Eso era un
enredo.
Sonó la campana y todos los niños volvieron
a sus salones de clase.
A paco Yunque lo llevaron por los brazos
los dos hermanos Zumiga.
Una gran gritería había en el salón del
primer año, cuando entró el profesor.. Todos se callaron.
El profesor miró a todos muy serios y dijo
como un militar:
—¡Siéntense!
Un traqueteo de carpetas y todos los
alumnos estaban ya sentados.
Entonces el profesor se sentó en su pupitre
y llamó por lista a los niños para que le entregasen sus cuartilla con los
ejercicios escritos sobre el tema de los peces. A medida que el profesor
recibía las hojas de los cuadernos, las iba leyendo y escribía las notas en
unos libros.
Humberto Grieve se acercó a la carpeta de
Paco Yunque y le entregó su libro, su cuaderno y su lápiz. Pero antes había
arrancado la hoja del cuaderno en que estaba el ejercicio de Paco Yunque y puso
en ella su firma.
Cuando el profesor dijo: “Humberto Grieve”,
Grieve fue y presentó el ejercicio de Paco Yunque como si fuese suyo.
Y cuando el profesor dijo: “Paco Yunque”,
Yunque se puso a buscar en su cuaderno la hoja en que escribió su ejercicio y
no lo encontró.
—¿La ha perdido usted –le preguntó el
profesor— o no la ha hecho usted?
Pero Paco Yunque no sabía lo que se había
hecho la hoja de su cuaderno y, muy avergonzado, se quedó en silencio y bajó la
frente.
—Bueno –dijo el profesor, y anotó en unos
libros la falta de Paco Yunque.
Después siguieron los demás entregando sus
ejercicios. Cuando el profesor acabó de verlos todos, entró de repente al salón
el Director del Colegio.
El profesor y los niños se pusieron de pie
respetuosamente. El Director miró como enojado a los alumnos y dijo en voz
alta:
—¡Siéntense!
El Director le preguntó al profesor:
—¿Ya sabe usted quién es el mejor alumno de
su año? ¿Ya han hecho el ejercicio semanal para calificarlos?
—Sí, señor Director –dijo el profesor—.
Acaban de hacerlo. La nota más alta la ha obtenido Humberto Grieve.
—¿Dónde está su ejercicio?
—Aquí está, señor Director.
El profesor buscó entre todas las hojas de
los alumnos y encontró el ejercicio firmado por Humberto Grieve. Se lo dio al
Director, que se quedó viendo largo rato la cuartilla.
—Muy bien –dijo el Director, contento.
Subió al pupitre y miró severamente a los
alumnos. Después les dijo con su voz un poco ronca pero enérgica:
—De todos los ejercicios que ustedes han
hecho, ahora, el mejor es el de Humberto Grieve. Así es que el nombre de este
niño va a ser inscrito en el Cuadro de Honor de esta semana, como el mejor
alumno del primer año. Salga afuera Humberto Grieve.
Todos los niños miraron ansiosamente a
Humberto Grieve, que salió pavoneándose a pararse muy derecho y orgulloso
delante del pupitre del profesor. El Director le dio la mano diciéndole:
—Muy bien, Humberto Grieve. Lo felicito.
Así deben ser los niños. Muy bien.
Se volvió el Director a los demás alumnos y
les dijo:
—Todos ustedes deben hacer lo mismo que
Humberto Grieve. Deben ser buenos alumnos como él. Deben estudiar y ser
aplicados como él. Deben er serios, formales y buenos niños como él. Y si así
lo hacen, recibirá cada uno un premio al fin de año y sus nombres serán también
inscritos en el Cuadro de Honor del Colegio, como el de Humberto Grieve. A ver
si la semana que viene, hay otro alumno que dé una buena clase y haga un buen
ejercicio como el que ha hecho hoy Humberto Grieve. Así lo espero.
Se quedó el Director callado un rato. Todos
los alumnos estaban pensativos y miraban a Humberto Grieve con admiración. ¡Qué
rico Grieve! ¡Qué buen ejercicio ha escrito! ¡Ése si que era bueno! ¡Era el
mejor alumno de todos! ¡Llegando tarde y todo! ¡Y pegándoles a todos! ¡Pero ya lo
estaban viendo! ¡Le había dado la mano al Director! ¡Humberto Grieve, el mejor
de todos los del primer año
El Director se despidió del profesor, hizo
una venia a los alumnos, que se pararon para despedirlo, y salió.
El profesor dijo después:
—¡Siéntense!
Un traqueteo de carpetas y todos los
alumnos estaban ya sentados.
El profesor ordenó a Grieve:
—Váyase a su asiento.
Humberto Grieve, muy alegre, volvió a su
carpeta. Al pasar junto a Paco fariña, le echó la lengua.
El profesor subió a su pupitre y se puso a
escribir en unos libros.
Paco Fariña le dijo en voz baja a Paco
Yunque:
—Mira al señor, está poniendo tu nombre en
su libro, porque no has presentado tu ejercicio. ¡Míralo! Te va a dejar ahora
recluso y no vas a ir a tu casa. ¿Por qué has roto tu cuaderno? ¿Dónde lo
pusiste?
Paco Yunque no contestaba nada y estaba con
la cabeza agachada.
—¡Anda! –le volvió a decir Paco
Fariña¡Contesta! ¿Por qué no contestas? ¿Dónde has dejado tu ejercicio?
Paco Fariña se agachó a mirar la cara de
Paco Yunque y le vio que estaba llorando. Entonces le consoló diciéndole:
—¡Déjalo! ¡No llores! ¡Déjalo! ¡No tengas
pena! ¡Vamos a jugar con mi tablero! ¡Tiene torres negras! ¡Déjalo! ¡Yo te
regalo mi tablero! ¡No seas zonzo! ¡Ya no llores!
Pero Paco Yunque seguía llorando agachado.
[1] “Como puede verse, el niño más grande
(quien en la sociedad capitalista representa al más poderoso) jala la oreja de
otro menor, y a través de éste a todos los que siguen. El segundo niño, a su
vez, hace lo mismo; y así también los otros, menos el último, el más pequeño y
más débil (que es, en la sociedad capitalista, el ser más miserable e
indefenso). Mientras el más grande abusa de todos sin que a él nadie le haga
nada, el más pequeño no tiene ya a quien tirarle la oreja y sufre toda la
cadena de abusos, todas las amarguras.” (Georgette de Vallejo)
PATRÓN". Cuento de Abelardo Castillo
I
La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura adentro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que potros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno, agregó. Y Paula dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:
–Sí, claro.
Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada: el amo.
–Mire que no es obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí, que era obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Anteno con una, lo bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que haga su voluntad.
Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero nadie dudaba de que, en toda La Cabriada, su voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija de un puestero de la estancia vieja –muerto, achicharrado en los corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser la mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había entrado al rancho y había dicho:
–Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dándoles de comer a las gallinas; el viejo había pasado sin mirarla. –Se me ha dado por tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el campo, y su ademán pasó por encima de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a pronunciar después. –Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la muchacha?
–Diecisiete, o dieciséis –la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las manos en el delantal.
El dijo:
–Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.
–Y yo no sé, don Anteno. Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablarla”. Ella entró y dijo:
–Sí, claro.
Y unos meses después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia vieja. Vino y asado y malicia. Paula no quería escuchar las palabras que anticipaban el miedo y el dolor.
–Un alambre parece el viejo.
Duro, retorcido como un alambre, bailando esa noche, demostrando que de viejo sólo tenía la edad, zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió, sudado, brillándole la piel curtida. Oliendo a padrillo.
Solos los dos, en sulky la llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus estrellas y el silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se les vino encima, torva, la silueta del Cerro Negro. Dijo Antenor:
–Cerro Patrón.
Y fue todo lo que dijo.
Después, al pasar el último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando llegaron a la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros que se abalanzaban y se frenaron en seco sobre los cuartos, porque Antenor los enmudeció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie más, vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella quien cocinaba para el viejo: el viejo le había preguntado “comieron”, y señaló los perros.
Ahora, desde la ventana alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos, lejos.
–Todo lo que quiero es mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a lo hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un relincho–. Vení, arrímate.
Ella se acercó.
–Mande –le dijo.
–Todo va a ser para él, entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo que yo digo, que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo, afuera, hasta mucho más allá del monte de eucaliptos, detrás de los pinos, hasta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó la cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía cuando me lo gané –la miró, como quien se mete dentro de los ojos–, ya hace arriba de treinta.
Paula aguantó la mirada. Lejos, volvió a escucharse el relincho. El dijo:
–Vení a la cama.
II
No la consultó. La tomó, del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio. Estaba ahí, dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el alambrado de púas. Una noche –se decía–. muchos años antes, Antenor Domínguez subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más. Porque el trato era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles, arbitrarias, que se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera con eso.
–De acá hasta donde llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano, que era grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–. Clavas la estaca y te volvés. Lo alambras y es tuyo.
Nadie sabía muy bien qué clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos, los más suspicaces, aseguraban que el hombre caído junto al mostrador del Rozas tenía algo que ver con ese trato: toda la tierra que se abarca en una noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para reventar el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don Antenor. Y a los quince años era él quien podía, si cuadraba, regalarle a un hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una noche. Claro que nunca lo hizo. Y ahora habían pasado treinta años y estaba acostumbrado a entender suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la consultó. La cortó.
Ella lo estaba mirando. Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera comprendido bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y poderosa como un animal, una bestia bella y chucara a la que se le adivinaba la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una rama.
–Contesta, che. ¡Contesta, te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su olor a venir del campo. Ella dijo:
–No, don Anteno.
–¿Y entonces? ¿Me querés decir, entonces…?
Obedecer es fácil, pero un hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante el olor del hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por más que se quede quieta boca arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre tumultuosa galopándole el cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo, y un peón asomó detrás de una parva; Paula había sentido la mirada caliente recorriéndole la curva de la espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se dio vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez. Se sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo te voy a dar mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:
–Y vos, qué buscas. Ya te dije dónde quiero que estés.
En la casa, claro. Y lo decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en silencio, mientras otros hombres empezaron a rodear al viejo ambiguamente, lo empezaron a rodear con una expresión menos parecida al respeto que a la amenaza. El viejo no los miraba:
–Qué buscas.
–La abuela –dijo ella–. Me avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos, que ahora, al escuchar a la muchacha, se quedaron quietos. Y ella comprendió que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.
–Qué miran ustedes –la voz de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de las cabañas, gritando alguna cosa. El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si andas alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo.
III
A los dos años empezó a mirarla con rencor. Mirada de estafado, eso era. Antes había sido impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la cabeza con un poco de vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba de algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista fija en el plato, durante la cena o el almuerzo. Después, aquel insulto en los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el viejo iba a terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.
–O cuarenta y tantos, es lo mismo.
Alguien lo había dicho en el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula miró de reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la mirada y entendió lo que todos pensaban: que la diferencia era grande. Y quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo.
–Volvemos a la casa –dijo de golpe.
Ésa fue la primera noche que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un toro se vino resoplando por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire y el viejo se quedó quieto como un trapo– pasó un año, y Antenor tenía siempre olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse en las venas de Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó encinta. Debió de haber sido durante una de esas noches furibundas en que el viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal maneado, poseyéndola con rencor, con desesperación. Ella supo que estaba encinta y tuvo miedo. De pronto sintió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había salido con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.
–¡Contesta! Contéstame, yegua.
El bofetón la sentó en la cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy abiertos. La cara le ardía.
–No –dijo mirándolo–. Ha de ser un retraso, nomás. Como siempre.
–Yo te voy a dar retraso –Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana mismo le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy a dar retraso.
La había espiado seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera noche, mes a mes, durante los tres años que llevó cuenta de los días.
–Mañana te levantas cuando aclare. Acostate ahora.
Una ternera boca arriba, al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba hacia el pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”, incandescente, chamuscándole el flanco: Paula se reconoció en los ojos de la ternera.
Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los pies del hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y ella hubiera querido que no la llamase: hubiera querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo la llamó y ella ahora estaba parada junto a él.
–Ceba mate. –Algo como una tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos del torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del hueso brotó, repentino, un chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la jeta, vos.
Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta.
–Che –dijo el viejo.
–Mande –dijo Paula.
Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de la noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que bufaba y hacía retemblar las maderas. La voz de Antenor, mientras sus manos desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba temiendo. La hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron.
–¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó.
Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de inmediato volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio una vuelta en el aire, atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y animales y el resbalón de las pezuñas sobre la tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con el mate en la mano, mirando absurdamente el cuerpo como un trapo del viejo. Había quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.
Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor Domínguez.
–¡Ayúdenme, carajo!
IV
Esta orden y aquella pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de espaldas sobre la cama, sudando, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar palabra. Quebrado, partido como si le hubiesen descargado un hachazo en la columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces el médico aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a moverse; tampoco, a hablar. Cuando Antenor estuvo en condiciones de comprender alguna cosa, Paula le anunció lo del chico.
–Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina me lo ha dicho.
Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo después garabateó en un papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo llevaron.
Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas personas que Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero que jamás entró en el cuarto de Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y se quedaba quieto, sentado lejos de la cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba mate entonces.
Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al cuarto alto; pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido transformando. Hablaba poco, cada día menos. Su expresión se fue haciendo cada vez más dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se han propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor pareció ahogarse; Paula sospechó que el viejo podía morirse así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de la lámpara, el rostro de Antenor Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse hasta que naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de remedio en los labios temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los ojos, por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un grito:
–¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde las comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.
Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio lo subieron al cuarto alto. Allí, don Antenor Domínguez, semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el doctor había hecho colocar sobre la cama, erguido a medias podía contemplar el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud unas letras torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres que, abriendo un boquete en la pared, extendieron la ventana hacia abajo y a lo ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la mirada perdida, solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de Paula–, mirando su tierra, lejos hasta los altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra el cielo.
Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula dijo:
–Va a tener el chico. El asintió otra vez con la cabeza.
Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían.
V
El campo y el vientre hinchado de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo visitaba si Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y el mismo Fabio, que una vez por semana ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir al piso alto al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía.
Cuando el vientre de Paula era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la cocina no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a Paula.
–La eché –dijo Paula.
Después, al salir, cerró la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre consigo, colgada a la cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido de la llave girando en la antigua cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pasos, cada día más lerdos, más livianos, a medida que la fecha del parto se acercaba–, y por fin la mano que dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que la mirada del viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula, o tal vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una presencia extraña y amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura, sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo miró bien su cara: eso como un gesto estático, interminable, que parecía haberse ido fraguando en su cara o quizá sólo en su boca, como si la costumbre de andar callada, apretando los dientes, mordiendo algún quejido que le subía en puntadas desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla. Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía, el viejo intuyó algo tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado antes. De pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de ella, pero adivinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella dijo:
–Va a tener el chico.
Antenor volvió la cara hacia la pared. Después, cada noche la volvía.
VI
Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo.
–Ni hace falta que venga en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo: –Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.
Después pareció reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.
–Ha de estar en el pueblo –dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás, mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo:
–Podes irte nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.
Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le trajo el chico.
Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un grito largo retumbando entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado, riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.
Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia atrás, apartando la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontraron luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado esperando aquello, el viejo soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula, pero ella, como si también hubiese estado esperando el ademán, se echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un ángulo del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. Antenor había quedado grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e impotente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.
Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.
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Conejo
Autor: Abelardo Castillo
Y cualquiera que escandalizare a uno de estos
pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le
colgase al cuello una piedra de molino de asno, y
se le anegase en el profundo de la mar.
MATEO, XVIII: 6
pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le
colgase al cuello una piedra de molino de asno, y
se le anegase en el profundo de la mar.
MATEO, XVIII: 6
No va a venir. Son mentiras lo de la enfermedad y que va a tardar unos meses; eso me lo dijo tía, pero yo sé que no va a venir. A vos te lo puedo decir porque vos entendés las cosas. Siempre entendiste las cosas. Al principio me parecía que eras como un tren o como los patines, un juguete, digo, y a lo mejor ni siquiera tan bueno como los patines, que un conejo de trapo al final es parecido a las muñecas, que son para las chicas. Pero vos no. Vos sos el mejor conejo del mundo, y mucho mejor que los patines. Y las muñecas tienen esos cachetes colorados, redondos. Caras de bobas, eso es lo que tienen.
A mí no me importa si no está. Qué me importa a mí. Y no me vine a este rincón porque estoy triste, me vine porque ellos andan atrás de uno, querés esto y qué querés nene y puro acariciar, como cuando te enfermas y andan tocándote la frente, que parece que los tíos y los demás están para cuando uno se enferma y en tonces todo el mundo te quiere. Por eso me vine, y por el estúpido del Julio, el anteojudo ese, que porque tiene once años y usa anteo jos se cree muy vivo, y es un pavo que no ve de acá a la puerta y encima siempre anda pegando. Se ríe porque juego con vos, míren lo, dice, miren al nenito jugando al arrorró. Qué sabe él. Los gran des también pegan. Las madres, sobre todo. Claro que a todos los chicos les pegan y eso no quiere decir nada, pero igual, por qué tienen que andar pegando siempre. Vos, por ahí, vas lo más tran quilo y les decís mira lo que hice, creyendo que está bien, y paf, un cachetazo. Ni te explican ni nada. Y otras veces puro mimo, como ahora, o como cuando te hacen un regalo porque les conviene, aunque no sea Reyes o el cumpleaños.
Yo me acuerdo cuando ella te trajo. Al principio eras casi tan alto como yo, y eras blanco, más blanco que ahora porque ahora estás sucio, pero igual sos el mejor conejo de todos, porque entendés las cosas. Y cómo te trajo también me acuerdo, toma, me dijo, lo compré en Olavarría. El primo Juan Carlos que vive en Olavarría a mí nunca me gustó mucho: los bigotes esos que tiene, y además no es un primo como el Julio, por ejemplo, que apenas es más grande que yo. Es de esos primos de los padres de uno, que uno nunca sabe si son tíos o qué. Era una caja grande, y yo pensaba que sería un regalo extraordinario, algo con motor, como el avión del rusito o una cosa así. Pero era liviano y cuando lo desaté estabas vos aden tro, entre los papeles. A mí no me gustaba un conejo. Y ella me dijo por qué me quedaba así, como el bobo que era, y yo le dije esto no me gusta para nada a mí, mira la cabeza que tiene. Entonces dijo desagradecido igual que tu padre. Después, cuando papá vino del trabajo, todavía seguía enojada y eso que había estado un mes en Olavarría, lejos de papá, y que papá siempre me dice escribile a tu madre que la extrañamos mucho y que venga pronto, pero es él el que más la extraña, me parece. Y esa noche se pelearon. Siempre se pelean, bueno: papá no, él no dice nada y se viene conmigo a la puerta o a la placita Martín Fierro que papá me dijo que era un gaucho. A papá tampoco le gustó nunca el primo Juan Carlos. Y yo no te llevo a la placita, pero porque tengo miedo que los chicos se rían. Ellos qué saben cómo sos vos. No tienen la culpa, claro, hay que conocerte. Yo, al principio, también me creía que eras un ju guete como los caballos de madera, o los perros, que no son los mejores juguetes. Pero después no, después me di cuenta que eras como Pinocho, el que contó mamá. Ella contaba cuentos, a la ma ñana sobre todo, que es cuando nunca está enojada. Y al final vos y yo terminamos amigos, mejor que con los amigos de verdad, los chicos del barrio digo, que si uno no sabe jugar a la pelota en se guida te andan gritando patadura, anda al arco querés, y malas pa labras y hasta delante de las chicas te gritan, que es lo peor. Una vez me dijeron por qué no traes a tu hermanito para que atajen jun tos, y se reían. Por vos me lo dijeron, por los dientes míos que se parecen a los tuyos. Me parece que te trajeron a propósito a vos, por los dientes.
Ellos vinieron todos, como cuando la pulmonía. Y puro ha cer caricias ahora, se piensan que uno es un nenito o un zonzo. O a lo mejor saben que sé, igual que con los Reyes y todo eso, que todo el mundo pone cara de no saber y es como un juego. Y aunque el Julio no me hubiera dicho nada era lo mismo, pero el Julio, la ba sura esa, para qué tenía que venir a decirme. Era preferible que insultara o anduviera buscando camorra como siempre y no que vi niera a decir esa porquería. Si yo ya me había dado cuenta lo mismo. Papá está así, que parece borracho, y dice hacerme esto a mí. Y ellos le piden que se calme, que yo lo estoy mirando. Entonces me vine, para hablar con vos que lo entendés a uno y sos casi mucho mejor que el tren y ni por un avión como el del rusito te cambiaba, que si llegan a imaginar que yo te iba a querer tanto no te traen de rega lo, no. Y nadie va a llorar como una nena porque ella está enferma y no puede volver por un tiempo. Y si son mentiras mejor. Oscarcito tampoco lloraba. Ese día también había venido mucha gente, pero era distinto. En la sala grande había un cajón de muerto para la mamá de Oscarcito. Estaba blanca. Oscarcito parecía no entender nada, nos miraba a todos los chicos, pero no lloró, le decían que la mamá de él estaba en el cielo. Y esto es distinto. Mi mamá no está en el cielo, en Olavarría está. El Julio, la basura esa de porquería me lo dijo, pero a lo mejor se fue enferma a algún otro lado y por qué no puede ser. Todos lo dicen. Todos menos el primo Juan Carlos, que tampoco está. Y mejor si no está, que a mí no me gustó nunca por más que ella dijera tenes que quererlo mucho, y una vez que yo fui a Olavarría no los dejaba que se quedaran solos. Anda a jugar al patio, siempre querían que me fuera a jugar al patio: ella también. Y después puro regalar conejos, sí. Se creen que uno no se da cuen ta, como ahora, que si estuviera enferma no sé para qué lo andan aconsejando a papá y él me mira, y se queda mirándome y me dice hijo, hijo. Y a veces me dan ganas de contestarle alguna cosa, pero no me sale nada, porque es como un nudo. Por eso me vine. Y no para llorar tranquilo sin que me vean. Me vine porque sí, para ha blar con vos que lo entendés a uno, y sos el mejor conejo de todos, el mejor del mundo con esas orejas largas, y dos dientes para afuera, como yo cuando me río.
Me parece que no me voy a reír nunca más en la vida yo. Eso es lo que me parece.
Y al final a nadie se le importa un pito de los dientes, por que yo te quiero lo mismo y te quiero porque sí, porque se me an toja. No porque ella te trajo y mejor si no va a volver. Ojalá se muera. Y lo que estoy viendo es que esa cabeza, que tenes no es na da linda, no, y si quiero vamos a ver si no te tiro a la basura, que al final de cuentas nunca me gustaste para nada vos. Y lo que vas a ga nar es que te voy a romper todo, los dientes, y las orejas, y esos ojos de vidrio colorado como los estúpidos, así, sin que me dé ninguna gana de llorar ni nada, por más que te arranque el brazo y te escu pa todo, y vos te crees que estoy llorando, pero no lloro, aunque te patee por el suelo, así, aunque se te salga todo el aserrín por la ba rriga y te quede la cabeza colgando, que para eso tengo el tren y los patines y…
A mí no me importa si no está. Qué me importa a mí. Y no me vine a este rincón porque estoy triste, me vine porque ellos andan atrás de uno, querés esto y qué querés nene y puro acariciar, como cuando te enfermas y andan tocándote la frente, que parece que los tíos y los demás están para cuando uno se enferma y en tonces todo el mundo te quiere. Por eso me vine, y por el estúpido del Julio, el anteojudo ese, que porque tiene once años y usa anteo jos se cree muy vivo, y es un pavo que no ve de acá a la puerta y encima siempre anda pegando. Se ríe porque juego con vos, míren lo, dice, miren al nenito jugando al arrorró. Qué sabe él. Los gran des también pegan. Las madres, sobre todo. Claro que a todos los chicos les pegan y eso no quiere decir nada, pero igual, por qué tienen que andar pegando siempre. Vos, por ahí, vas lo más tran quilo y les decís mira lo que hice, creyendo que está bien, y paf, un cachetazo. Ni te explican ni nada. Y otras veces puro mimo, como ahora, o como cuando te hacen un regalo porque les conviene, aunque no sea Reyes o el cumpleaños.
Yo me acuerdo cuando ella te trajo. Al principio eras casi tan alto como yo, y eras blanco, más blanco que ahora porque ahora estás sucio, pero igual sos el mejor conejo de todos, porque entendés las cosas. Y cómo te trajo también me acuerdo, toma, me dijo, lo compré en Olavarría. El primo Juan Carlos que vive en Olavarría a mí nunca me gustó mucho: los bigotes esos que tiene, y además no es un primo como el Julio, por ejemplo, que apenas es más grande que yo. Es de esos primos de los padres de uno, que uno nunca sabe si son tíos o qué. Era una caja grande, y yo pensaba que sería un regalo extraordinario, algo con motor, como el avión del rusito o una cosa así. Pero era liviano y cuando lo desaté estabas vos aden tro, entre los papeles. A mí no me gustaba un conejo. Y ella me dijo por qué me quedaba así, como el bobo que era, y yo le dije esto no me gusta para nada a mí, mira la cabeza que tiene. Entonces dijo desagradecido igual que tu padre. Después, cuando papá vino del trabajo, todavía seguía enojada y eso que había estado un mes en Olavarría, lejos de papá, y que papá siempre me dice escribile a tu madre que la extrañamos mucho y que venga pronto, pero es él el que más la extraña, me parece. Y esa noche se pelearon. Siempre se pelean, bueno: papá no, él no dice nada y se viene conmigo a la puerta o a la placita Martín Fierro que papá me dijo que era un gaucho. A papá tampoco le gustó nunca el primo Juan Carlos. Y yo no te llevo a la placita, pero porque tengo miedo que los chicos se rían. Ellos qué saben cómo sos vos. No tienen la culpa, claro, hay que conocerte. Yo, al principio, también me creía que eras un ju guete como los caballos de madera, o los perros, que no son los mejores juguetes. Pero después no, después me di cuenta que eras como Pinocho, el que contó mamá. Ella contaba cuentos, a la ma ñana sobre todo, que es cuando nunca está enojada. Y al final vos y yo terminamos amigos, mejor que con los amigos de verdad, los chicos del barrio digo, que si uno no sabe jugar a la pelota en se guida te andan gritando patadura, anda al arco querés, y malas pa labras y hasta delante de las chicas te gritan, que es lo peor. Una vez me dijeron por qué no traes a tu hermanito para que atajen jun tos, y se reían. Por vos me lo dijeron, por los dientes míos que se parecen a los tuyos. Me parece que te trajeron a propósito a vos, por los dientes.
Ellos vinieron todos, como cuando la pulmonía. Y puro ha cer caricias ahora, se piensan que uno es un nenito o un zonzo. O a lo mejor saben que sé, igual que con los Reyes y todo eso, que todo el mundo pone cara de no saber y es como un juego. Y aunque el Julio no me hubiera dicho nada era lo mismo, pero el Julio, la ba sura esa, para qué tenía que venir a decirme. Era preferible que insultara o anduviera buscando camorra como siempre y no que vi niera a decir esa porquería. Si yo ya me había dado cuenta lo mismo. Papá está así, que parece borracho, y dice hacerme esto a mí. Y ellos le piden que se calme, que yo lo estoy mirando. Entonces me vine, para hablar con vos que lo entendés a uno y sos casi mucho mejor que el tren y ni por un avión como el del rusito te cambiaba, que si llegan a imaginar que yo te iba a querer tanto no te traen de rega lo, no. Y nadie va a llorar como una nena porque ella está enferma y no puede volver por un tiempo. Y si son mentiras mejor. Oscarcito tampoco lloraba. Ese día también había venido mucha gente, pero era distinto. En la sala grande había un cajón de muerto para la mamá de Oscarcito. Estaba blanca. Oscarcito parecía no entender nada, nos miraba a todos los chicos, pero no lloró, le decían que la mamá de él estaba en el cielo. Y esto es distinto. Mi mamá no está en el cielo, en Olavarría está. El Julio, la basura esa de porquería me lo dijo, pero a lo mejor se fue enferma a algún otro lado y por qué no puede ser. Todos lo dicen. Todos menos el primo Juan Carlos, que tampoco está. Y mejor si no está, que a mí no me gustó nunca por más que ella dijera tenes que quererlo mucho, y una vez que yo fui a Olavarría no los dejaba que se quedaran solos. Anda a jugar al patio, siempre querían que me fuera a jugar al patio: ella también. Y después puro regalar conejos, sí. Se creen que uno no se da cuen ta, como ahora, que si estuviera enferma no sé para qué lo andan aconsejando a papá y él me mira, y se queda mirándome y me dice hijo, hijo. Y a veces me dan ganas de contestarle alguna cosa, pero no me sale nada, porque es como un nudo. Por eso me vine. Y no para llorar tranquilo sin que me vean. Me vine porque sí, para ha blar con vos que lo entendés a uno, y sos el mejor conejo de todos, el mejor del mundo con esas orejas largas, y dos dientes para afuera, como yo cuando me río.
Me parece que no me voy a reír nunca más en la vida yo. Eso es lo que me parece.
Y al final a nadie se le importa un pito de los dientes, por que yo te quiero lo mismo y te quiero porque sí, porque se me an toja. No porque ella te trajo y mejor si no va a volver. Ojalá se muera. Y lo que estoy viendo es que esa cabeza, que tenes no es na da linda, no, y si quiero vamos a ver si no te tiro a la basura, que al final de cuentas nunca me gustaste para nada vos. Y lo que vas a ga nar es que te voy a romper todo, los dientes, y las orejas, y esos ojos de vidrio colorado como los estúpidos, así, sin que me dé ninguna gana de llorar ni nada, por más que te arranque el brazo y te escu pa todo, y vos te crees que estoy llorando, pero no lloro, aunque te patee por el suelo, así, aunque se te salga todo el aserrín por la ba rriga y te quede la cabeza colgando, que para eso tengo el tren y los patines y…