Literatura

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lunes, 25 de junio de 2012

Cuentos de J. L. Borges

Jorge Luis Borges
(1899–1986)


Biografía de Tadeo Isidoro Cruz
(1829-1874)

(El Aleph (1949)
I'm looking for the face I had
Before the world was made.


                  Yeats: The Winding Stair.



         El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.
          Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: poro que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.
          En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
          En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carne a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y ¡os suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.

Jorge Luis Borges
(1899–1986)


El fin
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)




         Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente…
         Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
         Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
         La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.
         Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
         —Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
         El otro, con voz áspera, replicó:
         —Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
         Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
         —Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
         El otro explicó sin apuro:
         —Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos.
         Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
         —Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.
         El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.
         —Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
         Un lento acorde precedió la respuesta de negro:
         —Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
         —Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
         El negro, como si no lo oyera, observó:
         —Con el otoño se van acortando los días.
         —Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.
         Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
         —Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
         Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
         —Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
         El otro contestó con seriedad:
         —En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.
         Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
         —Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.
         Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.
         Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.

viernes, 15 de junio de 2012

Reseña Literaria


Reseña del Libro 
El GAUCHO MARTIN FIERRO/ LA VUELTA DE MARTIN FIERRO



En la historia de casi todo el mundo hubo alguna vez un Paraíso Perdido. Para Martín Fierro, como para todos los gauchos, ese Paraíso era la pampa antes de que los milicos, so excusa de vagancia y abulia política (por decirlo suavemente) empezaran a arrearlos como a ganado hacia los fortines que, por aquel tiempo, servían como principal defensa contra los indios. Tras revivir aquellos lejanos días felices, Martín Fierro cuenta cómo él mismo cayó con otros en una redada y enviado a prestar servicio a uno de dichos fortines. Se le hacen muchas promesas que no se cumplirán, lo que no es obstáculo para que se le prodiguen castigos de diversa índole, como si no fuera ya suficiente castigo el mero hecho de estar allí, mísero, andrajoso y obligado a combatir a los salvajes con un armamento ridículo. Harto, Fierro termina escapando en la primera ocasión que se le presenta. Pero no tarda en venírsele el mundo abajo: al llegar a su rancho se encuentra con que éste está hecho una ruina y que el paradero de su esposa e hijos es un misterio, aunque de la primera intuye que no tuvo más remedio que irse con otro hombre que pudiera mantenerla. Sus hijos probablemente se hayan dispersado en todas direcciones, cada uno en busca de un hogar o algo que medianamente se le parezca. A partir de allí, la rabia carcomerá al protagonista, que se volvera gaucho matrero, un fuera de la ley. Luego de un par de asesinatos, será buscado y hallado finalmente por una partida que intentará capturarlo. Fierro, no obstante, se defiende con tal valentía que uno de quienes vienen a capturarlo, Cruz, se pasa a su lado, y entre ambos diezmarán a lños captores. Cruz, que también las pasó negras a su manera, propone a Fierro que ambos vayan a vivir con los indios, pues éstos acogen a quienes están dispuestos a vivir conforme a sus leyes. La partida rumbo a las tolderías de los aborígenes cierra El gaucho Martín Fierro.

      El inicio de La vuelta de Martín Fierro, secuela del poema original, demuestra que no fue tan buena, después de todo, aquella idea de ir a vivir con los indígenas. En efecto, Fierro y Cruz llegan a las tolderías cuando se está planeando un malón, y en tales ocasiones, los aborígenes son desconfiados. Aunque los toleran junto a ellos, separan a Cruz de Fierro por tomarlos por espías, y así permanecerán durante varios años. Tras la muerte de Cruz, víctima de una epidemia que estraga a la población india, Fierro retorna a la civilización, donde ya sus fechorías han quedado olvidadas, y emprende la búsqueda de sus hijos. Si lo logrará o no y qué sucederá a continuación, queda por cuenta del lector averiguarlo.

      Tal el argumento de lo que para el común de los argentinos es simplemente El Martín Fierro, nuestro libro nacional y sin duda el máximo exponente de la literatura gauchesca. Aunque espléndido en su descripción de los llanos pampeanos y la vida en los mismos en la segunda mitad del siglo XIX, leemos en él situaciones que trascienden toda época, especialmente a la hora de hablar de los abusos de la autoridad y unas cuantas injusticias con las que los argentinos estamos muy familiarizados. Si en el fortín Fierro está mal armado y andrajoso, otro tanto les ocurrió a los chicos enviados a luchar a Malvinas contra Gran Bretaña en 1982; la corrupción, de la que se habla con bastante detalle en su momento, es, fue y será el gran cáncer de las autoridades argentinas de cualquier época. Esto explica que la obra no pierda vigencia, aun cuando los gauchos pertenecan más al pasado que al presente argentino. Tal vez, en este sentido, uno desearía que este libro tuviera menos vigencia; que la corrupción y el abuso fueran también cosas del pasado..

      No podemos menos que hacer una mención de uno de los personajes más emblemáticos de la obra, el viejo Vizcacha, un zorro mañoso que demuestra ser muy experto en la sabiduría del sobreviviente, y cuya moral es ciertamente elástica. Muy trabajador, pero también muy amigo de lo ajeno. De un modo u otro, el argentino actual se parece cada vez más a Vizcacha y cada vez menos a Martín Fierro. Tampoco esto deja de ser una lástima. En fin...

      Por último, debemos destacar que, como en toda edición digna del Martín Fierro, se incluye al final un glosario de términos gauchescos utilizados a lo largo del poema.

lunes, 11 de junio de 2012

martes, 5 de junio de 2012

Nacimiento de un mito


Nacimiento del mito Por Mario Goloboff. Escritor, docente universitario. (PÁGINA/12 (02-12-2010)

No es la primera vez en la vida ni en la de nuestra generación que nos toca ser testigos del nacimiento de un mito.(…)  Pero las condiciones del nacimiento de un mito son complejas, enigmáticas. Ellas se van creando como remedos históricos, religiosos, heroicos, elegíacos, en situaciones que, de inmediatas y coyunturales, devienen decisivas y marcan u obedecen a momentos cruciales de la vida social. Luego, a veces, se tarda siglos para develarlas, aun en el caso de los más sencillos. (…) Algunos muy prácticos pensadores, filósofos y poetas helenos, en medio de la vida dura signada por esclavistas y monarcas de la época, imaginaron por ejemplo el origen de la humilde araña nada menos que en una venganza de la diosa Atenea contra Aracné, princesa célebre por su tintura púrpura y su destreza en el arte de tejer, a quien Atenea, con sus inmensos poderes, habría trucado perversamente. Mucho más terrenales, apenas parece ser que en verdad lo concibieron empujados por una vieja rivalidad comercial que emponzoñaba las relaciones de estos pueblos griegos con los lidios, de origen cretense. Y Mileto, en Creta, era la más grande exportadora de lana de color del mundo antiguo... (…)
 Los mitos contemporáneos, populares, albergan componentes de realidad crecientes, pero conservan también, bastante elevados, los de inventiva y abstracción. Es que, sin éstos, no tendrían vigencia. Aunque hay, claro, enormes diferencias entre las ideas adquiridas durante la infancia de la Humanidad y las de nuestro presente: entonces, favorecida por la ingenuidad de la barbarie, la fantasía era el conocimiento; ahora, la percepción inteligible de lo real sumerge aquellas ilusiones, aunque, es cierto, permanecen alertas en nuestro inconsciente.
  Cesare Pavese, quien estudió este tema, sostenía que “la empresa del héroe mítico no es tal porque esté sembrada de casos sobrenaturales o fracturas de la normalidad, sino porque ella alcanza un valor absoluto de norma inmóvil que, precisamente por inmóvil, se revela constantemente (…) simbólica en fin”. Y agregaba: “El mito es, en definitiva, una norma, el esquema de un hecho ocurrido una vez por todas, y su valor le viene de esta unicidad absoluta que lo eleva fuera del tiempo y lo consagra revelación”. Pensar nuestro país y el continente, ver la acción intensa que desplegó un hombre para restañar rápida y efectivamente las heridas de la sociedad ayudarían a entender esta intuición, la verosimilitud de una imaginería.
  En el campo político, que fue durante el siglo XX el centro de la gran escena contemporánea , leí y escuché sobre Emiliano Zapata,; vi crecer y sucumbir a Evita, vi crecer y sucumbir al Che Guevara, vi sucumbir y crecer a Salvador Allende.
  Velé, solo, caminando en medio de una multitud, a François Mitterrand, (…). Y que fue, quizás, el último monumento histórico y político del siglo XX. Creo recordar que murió un fin de semana de enero del ’96. El primer o el segundo día hábil siguiente celebraron el homenaje popular en la Place de la Bastille, el lugar donde, años atrás, la gente se había volcado de manera espontánea para festejar su primera victoria presidencial y que, desde entonces, recobrando viejas glorias que venían hasta de la Revolución Francesa, volvió a ser un emblema “del pueblo de izquierdas”. El frío húmedo del norte y la tenue garúa se sumaban al duelo. Muy temprano, la tarde invernal se hizo noche, y el lugar, cubierto por innumerables velas de diferente intensidad, amortiguó el silencio, el llanto de la muchedumbre. Tuve, entonces, la imprecisa sensación de que nacía algo diferente en la historia de aquel país. Aunque él se había ocupado en modelar, durante años, con buril de orfebre, su estatura.
  Mucho más nítida fue, por eso, la impresión ahora, en nuestra Plaza, velando a Néstor Kirchner, porque el que se iba era alguien semejante, extrañamente semejante a nosotros. Gente arrinconada durante años por formadores de opinión, política, profesional; gente avergonzada por gritones de miedo a causa de sus simpatías, desanimada de mostrarse, confundida, ocultada y silenciada; jóvenes que habían permanecido valerosamente impermeables a tales cantos de sirena, se exhibían y expandían y estallaban ante el único hecho humano que no tiene remedio ni retorno, y salían a compartir su pena, su gratitud, su fuerza en una marea incontenible, lo que lleva a sostener a un serio estudioso de la política, Ernesto Laclau, que fue “todo un pueblo, el cual se ha manifestado en los últimos días en una de las expresiones de pesar colectivo más inmensas –quizá la más inmensa– de la historia argentina”.
  En este lugar que por muchas razones es, ya, un sitio sacro, y cuya significación por ello es absoluta, no parece raro que nazcan figuras absolutas. Elegidos con admirable inteligencia icónica, la Casa, el Salón, la Plaza, fueron los espacios rituales y magnos del recogimiento, del estremecimiento, de la vibración, de la afectuosa despedida.
  T. S. Eliot, el gran poeta conservador, católico, escribía que no nos es posible ver dónde está la grandeza en lo contemporáneo. Afirmaba que ella no se puede conocer ni se puede buscar; son necesarias dos o tres generaciones para que se logre evaluar a un coexistente en sus reales dimensiones. En medio del inequívoco dolor común, tuve la fortuna de haber sido partícipe de una multitud que, al fin, reconocía la grandeza en un contemporáneo. También, acaso, la de haber sido testigo del nacimiento de uno de los primeros mitos del siglo XXI. (Texto modificado)

lunes, 4 de junio de 2012

El Mito

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Maradona y Gardel