Literatura

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martes, 5 de junio de 2012

Nacimiento de un mito


Nacimiento del mito Por Mario Goloboff. Escritor, docente universitario. (PÁGINA/12 (02-12-2010)

No es la primera vez en la vida ni en la de nuestra generación que nos toca ser testigos del nacimiento de un mito.(…)  Pero las condiciones del nacimiento de un mito son complejas, enigmáticas. Ellas se van creando como remedos históricos, religiosos, heroicos, elegíacos, en situaciones que, de inmediatas y coyunturales, devienen decisivas y marcan u obedecen a momentos cruciales de la vida social. Luego, a veces, se tarda siglos para develarlas, aun en el caso de los más sencillos. (…) Algunos muy prácticos pensadores, filósofos y poetas helenos, en medio de la vida dura signada por esclavistas y monarcas de la época, imaginaron por ejemplo el origen de la humilde araña nada menos que en una venganza de la diosa Atenea contra Aracné, princesa célebre por su tintura púrpura y su destreza en el arte de tejer, a quien Atenea, con sus inmensos poderes, habría trucado perversamente. Mucho más terrenales, apenas parece ser que en verdad lo concibieron empujados por una vieja rivalidad comercial que emponzoñaba las relaciones de estos pueblos griegos con los lidios, de origen cretense. Y Mileto, en Creta, era la más grande exportadora de lana de color del mundo antiguo... (…)
 Los mitos contemporáneos, populares, albergan componentes de realidad crecientes, pero conservan también, bastante elevados, los de inventiva y abstracción. Es que, sin éstos, no tendrían vigencia. Aunque hay, claro, enormes diferencias entre las ideas adquiridas durante la infancia de la Humanidad y las de nuestro presente: entonces, favorecida por la ingenuidad de la barbarie, la fantasía era el conocimiento; ahora, la percepción inteligible de lo real sumerge aquellas ilusiones, aunque, es cierto, permanecen alertas en nuestro inconsciente.
  Cesare Pavese, quien estudió este tema, sostenía que “la empresa del héroe mítico no es tal porque esté sembrada de casos sobrenaturales o fracturas de la normalidad, sino porque ella alcanza un valor absoluto de norma inmóvil que, precisamente por inmóvil, se revela constantemente (…) simbólica en fin”. Y agregaba: “El mito es, en definitiva, una norma, el esquema de un hecho ocurrido una vez por todas, y su valor le viene de esta unicidad absoluta que lo eleva fuera del tiempo y lo consagra revelación”. Pensar nuestro país y el continente, ver la acción intensa que desplegó un hombre para restañar rápida y efectivamente las heridas de la sociedad ayudarían a entender esta intuición, la verosimilitud de una imaginería.
  En el campo político, que fue durante el siglo XX el centro de la gran escena contemporánea , leí y escuché sobre Emiliano Zapata,; vi crecer y sucumbir a Evita, vi crecer y sucumbir al Che Guevara, vi sucumbir y crecer a Salvador Allende.
  Velé, solo, caminando en medio de una multitud, a François Mitterrand, (…). Y que fue, quizás, el último monumento histórico y político del siglo XX. Creo recordar que murió un fin de semana de enero del ’96. El primer o el segundo día hábil siguiente celebraron el homenaje popular en la Place de la Bastille, el lugar donde, años atrás, la gente se había volcado de manera espontánea para festejar su primera victoria presidencial y que, desde entonces, recobrando viejas glorias que venían hasta de la Revolución Francesa, volvió a ser un emblema “del pueblo de izquierdas”. El frío húmedo del norte y la tenue garúa se sumaban al duelo. Muy temprano, la tarde invernal se hizo noche, y el lugar, cubierto por innumerables velas de diferente intensidad, amortiguó el silencio, el llanto de la muchedumbre. Tuve, entonces, la imprecisa sensación de que nacía algo diferente en la historia de aquel país. Aunque él se había ocupado en modelar, durante años, con buril de orfebre, su estatura.
  Mucho más nítida fue, por eso, la impresión ahora, en nuestra Plaza, velando a Néstor Kirchner, porque el que se iba era alguien semejante, extrañamente semejante a nosotros. Gente arrinconada durante años por formadores de opinión, política, profesional; gente avergonzada por gritones de miedo a causa de sus simpatías, desanimada de mostrarse, confundida, ocultada y silenciada; jóvenes que habían permanecido valerosamente impermeables a tales cantos de sirena, se exhibían y expandían y estallaban ante el único hecho humano que no tiene remedio ni retorno, y salían a compartir su pena, su gratitud, su fuerza en una marea incontenible, lo que lleva a sostener a un serio estudioso de la política, Ernesto Laclau, que fue “todo un pueblo, el cual se ha manifestado en los últimos días en una de las expresiones de pesar colectivo más inmensas –quizá la más inmensa– de la historia argentina”.
  En este lugar que por muchas razones es, ya, un sitio sacro, y cuya significación por ello es absoluta, no parece raro que nazcan figuras absolutas. Elegidos con admirable inteligencia icónica, la Casa, el Salón, la Plaza, fueron los espacios rituales y magnos del recogimiento, del estremecimiento, de la vibración, de la afectuosa despedida.
  T. S. Eliot, el gran poeta conservador, católico, escribía que no nos es posible ver dónde está la grandeza en lo contemporáneo. Afirmaba que ella no se puede conocer ni se puede buscar; son necesarias dos o tres generaciones para que se logre evaluar a un coexistente en sus reales dimensiones. En medio del inequívoco dolor común, tuve la fortuna de haber sido partícipe de una multitud que, al fin, reconocía la grandeza en un contemporáneo. También, acaso, la de haber sido testigo del nacimiento de uno de los primeros mitos del siglo XXI. (Texto modificado)

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