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Texto.
De Eduardo Sacheri.
Me
van a tener que disculpar
Me van a tener que disculpar. Yo sé que un hombre que pretende ser una
persona de bien debe comportarse según ciertas normas, aceptar ciertos
preceptos, adecuar su modo de ser a determinadas estipulaciones convenidas por
todos. Seamos más explícitos. Si uno quiere ser un tipo coherente debe medir su
conducta, y la de sus semejantes, con la misma e idéntica vara. No puede hacer
excepciones, pues de lo contrario bastardea su juicio ético, su conciencia
crítica, su criterio legítimo.
Uno no puede andar por la vida reprobando a sus rivales y disculpando a
sus amigos por el sólo hecho de serlo. Tampoco soy tan ingenuo como para
suponer que uno es capaz de sustraerse a sus afectos y a sus pasiones, que uno
tiene la idoneidad como para sacrificarlos en el altar de una imparcialidad
impoluta. Digamos que uno va por ahí intentando no apartarse demasiado del
camino debido, tratando de que los amores y los odios no le trastoquen
irremediablemente la lógica.
Pero me van a tener que disculpar, señores. Hay un tipo con el que no
puedo. Y ojo que lo intento. Me digo: no puede haber excepciones, no debe
haberlas. Y la disculpa que requiero de ustedes es todavía mayor, porque el
tipo del que hablo no es un benefactor de la humanidad, ni un santo varón, ni
un valiente guerrero que ha consolidado la integridad de mi patria. No, nada de
eso. El tipo tiene una actividad mucho menos importante, mucho menos
trascendente, mucho más profana. Les voy adelantando que el tipo es un
deportista. Imagínense, señores. Llevo escritas doscientas sesenta y tres
palabras hablando del criterio ético y sus limitaciones, y todo por un simple
caballero que se gana la vida pateando una pelota. Ustedes podrán decirme que
eso vuelve mi actitud todavía más reprobable. Tal vez tengan razón. Tal vez por
eso he iniciado estas líneas disculpándome.
No obstante, y aunque tengo perfectamente claras esas cosas, no puedo
cambiar mi actitud. Sigo siendo incapaz de juzgarlo con la misma vara con la
que juzgo al resto de los seres humanos. Y ojo que no sólo no es un pobre
muchacho saturado de virtudes. Tiene muchos defectos. Tiene tal vez tantos
defectos como quien escribe estas líneas, o como el que más. Para el caso es lo
mismo. Pese a todo, señores, sigo sintiéndome incapaz de juzgarlo. Mi juicio
crítico se detiene ante él, y lo dispensa.
No es un capricho, cuidado. No es un simple antojo. Es algo un poco más
profundo, si me permiten calificarlo de ese modo. Seré más explícito. Yo lo
disculpo porque siento que le debo algo. Le debo algo y sé que no tengo forma de
pagárselo. O tal vez ésta sea la peculiar moneda que he encontrado para
pagarle. Digamos que mi deuda halla sosiego en este hábito de evitar siempre
cualquier eventual reproche.
Él no lo sabe, cuidado. Así que mi pago es absolutamente anónimo. Como
anónima es la deuda que con él conservo. Digamos que él no sabe que le debo, e
ignora los ingentes esfuerzos que yo hago una vez y otra por pagarle.
Por suerte o por desgracia, la oportunidad de ejercitar este hábito se
me presenta a menudo. Es que hablar de él, entre argentinos, es casi uno de
nuestros deportes nacionales. Para ensalzarlo hasta la estratósfera, o para
condenarlo a la parrilla perpetua de los infiernos, los argentinos gustamos, al
parecer, de convocar su nombre y su memoria. Ahí es cuando yo trato de ponerme serio y distante, pero
no lo logro. El tamaño de mi deuda se me impone. Y cuando me invitan a hablar
prefiero esquivar el bulto, cambiar de tema, ceder mi turno en el ágora del
café a la tardecita. No se trata tampoco de que yo me ubique en el bando de sus
perpetuos halagadores. Nada de eso. Evito tanto los elogios superlativos y
rimbombantes como los dardos envenenados y traicioneros. Además, con el tiempo
he visto a más de uno cambiar del bando de los inquisidores al de los
plañideros aplaudidores, y viceversa, sin que se les mueva un pelo. Y ambos
bandos me parecen absolutamente detestables, por cierto.
Por eso yo me quedo callado, o cambio de tema. Y cuando a veces alguno
de los muchachos no me lo permite, porque me acorrala con una pregunta directa,
que cruza el aire llevando específicamente mi nombre, tomo aire, hago como que
pienso, y digo alguna sandez al estilo de «y, no sé, habría que pensarlo»; o
tal vez arriesgo un «vaya uno a saber, son tantas cosas para tener en cuenta».
Es que tengo demasiado pudor como para explayarme del modo en que aquí lo hago.
Y soy incapaz de condenar a mis amigos al tórrido suplicio de escuchar mis
argumentos y mis justificaciones.
Por empezar les tendría que
decir que la culpa de todo la tiene el tiempo. Sí, como lo escuchan, el tiempo.
El tiempo que se empeña en transcurrir, cuando a veces debería permanecer
detenido. El tiempo que nos hace la guachada de romper los momentos perfectos,
inmaculados, inolvidables, completos. Porque si el tiempo se quedase ahí,
inmortalizando a los seres y a las cosas en su punto justo, nos libraría de los
desencantos, de las corrupciones, de las infinitas traiciones tan propias de
nosotros los mortales.
Y en realidad es por ese carácter tan defectuoso del tiempo que yo me
comporto como lo hago. Como un modo de subsanar, en mis modestos alcances, esas
barbaridades injustas que el tiempo nos hace. En cada ocasión en la cual
mencionan su nombre, en cada oportunidad en la cual me invitan al festín de adorarlo y denostarlo, yo me sustraigo a este
presente absolutamente profano, y con la memoria que el ser humano conserva
para los hechos esenciales me remonto a ese día, al día inolvidable en que me
vi obligado a sellar este pacto que, hasta hoy, he mantenido en secreto. Un
pacto que puede conducirme (lo sé), a que alguien me acuse de patriotero. Y
aunque yo sea de aquellos a quienes desagrada la mezcla de la nación con el
deporte, en este caso acepto todos los riesgos y las potenciales sanciones.
Digamos que mi memoria es el
salvoconducto para volver el tiempo al lugar cristalino del cual no debió
moverse, porque era el exacto sitio en que merecía detenerse para siempre, por
lo menos para el fútbol, para él y para mí. Porque la vida es así, a veces se combina para alumbrar momentos como
ése. Instantes después de los cuales nada vuelve a ser como era. Porque no
puede. Porque todo ha cambiado demasiado. Porque por la piel y por los ojos nos
ha entrado algo de lo cual nunca vamos a lograr desprendernos.
Esa mañana habrá sido como todas.
El mediodía también. Y la tarde arranca, en apariencia, como tantas otras. Una
pelota y veintidós tipos. Y otros millones de tipos comiéndose los codos
delante de la tele, en los puntos más distantes del planeta. Pero ojo, que esa
tarde es distinta. No es un partido. Mejor dicho: no es sólo un partido. Hay algo más. Hay mucha rabia, y mucho dolor, y
mucha frustración acumuladas en todos esos tipos que miran la tele. Son
emociones que no nacieron por el fútbol. Nacieron en otro lado. En un sitio
mucho más terrible, mucho más hostil, mucho más irrevocable. Pero a nosotros, a
los de acá, no nos cabe otra que contestar en una cancha, porque no tenemos
otro sitio, porque somos pocos, porque estamos solos, porque somos pobres.
Pero ahí está la cancha, el fútbol, y son ellos o nosotros. Y si somos nosotros
el dolor no va a desaparecer, ni la humillación ha de terminarse. Pero si son
ellos. Ay, si son ellos. Si son ellos la humillación va a ser todavía más
grande, más dolorosa, más intolerable. Vamos a tener que quedarnos mirándonos
las caras, diciéndonos en silencio «te das cuenta, ni siquiera aquí, ni
siquiera esto se nos dio a nosotros».
Así que están ahí los tipos. Los
once nuestros y los once de ellos. Es fútbol, pero es mucho más que fútbol.
Porque cuatro años es muy poco tiempo como para que te amaine el dolor y se te
apacigüe la rabia. Por eso no es sólo fútbol.
Y con semejantes antecedentes de
tarde borrascosa, con semejante prólogo de tragedia, va este tipo y se cuelga
para siempre del cielo de los nuestros. Porque se planta enfrente de los contrarios y los humilla. Porque los
roba. Porque delante de sus ojos los afana. Y aunque sea les devuelve ese
afano por el otro, por el más grande, por el infinitamente más enorme y
ultrajante. Porque aunque nada cambie allá están ellos, en sus casas y en sus
calles, en sus pubs, queriéndose comer las pantallas de pura rabia, de pura
impotencia de que el tipo salga corriendo mirando de reojito al árbitro que se
compra el paquete y marca el medio.
Hasta ahí, eso solo ya es
historia. Ya parece suficiente. Porque le robaste algo al que te afanó primero.
Y aunque lo que él te robó te duele más, vos te regodeás porque sabés que esto,
igual, le duele. Pero hay más. Aunque uno desde acá diga bueno, es
suficiente, me doy por hecho, hay más. Porque el tipo además de piola es un
artista. Es mucho más que los otros.
Arranca desde el medio, desde su campo, para que no queden dudas de que
lo que está por hacer no lo ha hecho nadie. Y aunque va de azul, va con la
bandera. La lleva en una mano, aunque nadie la vea. Empieza a desparramarlos
para siempre. Y los va liquidando uno por uno, moviéndose al calor de una
música que ellos, pobres giles, no entienden. No sienten la música, pero sí
sienten un vago escozor, algo que les dice que se les viene la noche. Y el tipo
sigue adelante.
Para que empiecen a no poder creerlo. Para que no se lo olviden nunca.
Para que allá lejos los tipos dejen la cerveza y cualquier otra cosa que tengan
en la mano. Para que se queden con la boca abierta y la expresión de tontos,
pensando que no, que no va a suceder, que alguno lo va a parar, que ese
morochito vestido de azul y de argentino no va a entrar al área con la bola
mansita a su merced, que alguien va a hacer algo antes de que le amague al arquero
y lo sortee por afuera, que algo va a
pasar para poner en orden la historia y que las cosas sean como Dios y la reina
mandan, porque en el fútbol tiene que ser como en la vida, donde los que llevan
las de ganar ganan, y los que llevan las de perder pierden. Se miran entre
ellos y le piden al de al lado que los despierte de la pesadilla. Pero no hay
caso, porque ni siquiera cuando el tipo les regala una fracción de segundo más,
cuando el tipo aminora el vértigo para quedar de nuevo bien parado de zurdo, ni
siquiera entonces van a evitar entrar en la historia como los humillados, los
once ingleses despatarrados e incrédulos, los millones de ingleses mirando la
tele sin querer creer lo que saben que es verdad para siempre, porque ahí va la bola a morirse en la red para
toda la eternidad, y el tipo va a abrazarse con todos y a levantar los ojos al
cielo. Y no sé si él lo sabe, pero hace tan bien en mirar al cielo.
Porque el afano estaba bien,
pero era poco. Porque el afano de ellos era demasiado grande. Así que faltaba
humillarlos por las buenas. Inmortalizarlos para cada ocasión en que ese gol
volviese a verse una vez y otra vez y para siempre, en cada rincón del mundo.
Ellos volviendo a verse una y mil veces hasta el cansancio en las repeticiones
incrédulas. Ellos pasmados, ellos llegando tarde al cruce, ellos viéndolo
todo desde el piso, ellos hundiéndose definitivamente en la derrota, en la derrota pequeña y futbolera y absoluta y
eterna e inolvidable.
Así que señores, lo lamento.
Pero no me jodan con que lo mida con la misma vara con la que se supone debo
juzgar a los demás mortales. Porque yo le debo esos dos goles a Inglaterra. Y
el único modo que tengo de agradecérselo es dejarlo en paz con sus cosas.
Porque ya que el tiempo cometió la estupidez de seguir transcurriendo, ya que
optó por acumular un montón de presentes vulgares encima de ese presente
perfecto, al menos yo debo tener la
honestidad de recordarlo para toda la vida. Yo conservo el deber de la memoria.
Leído Por Alejandro Apo
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