Para la próxima clase deben traer los siguientes textos:
CAUSA Y
SINRAZON DE LOS CELOS
Hay
buenos muchachitos, con metejones de primera agua, que le amargan la vida a sus
respectivas novias promoviendo tempestades de celos, que son realmente
tormentas en vasos de agua, con lluvias de lágrimas y truenos de
recriminaciones.
Generalmente
las mujeres son menos celosas que los hombres. Y si son inteligentes, aun
cuando sean celosas, se cuidan muy bien de descubrir tal sentimiento, porque
saben que la exposición de semejante debilidad las entrega atadas de pies y
manos al fulano que les sorbió el seso. De
cualquier manera; el sentimiento de los celos es digno de estudio, no por los
disgustos que provoca, sino por lo que revela en cuanto a psicología
individual.
Puede
establecerse esta regla:
Cuanto
menos mujeres ha tratado un individuo, más celoso es.
La
novedad del sentimiento amoroso conturba, casi asusta, y trastorna la vida de
un individuo poco acostumbrado a tales descargas y cargas de emoción. La mujer
llega a constituir para este sujeto un fenómeno divino, exclusivo. Se imagina
que la suma de felicidad que ella suscita en él, puede proporcionársela a otro
hombre; y entonces Fulano se toma la cabeza, espantado al pensar que toda
"su" felicidad, está depositada en esa mujer, igual que en un banco.
Ahora bien, en tiempos de crisis, ustedes saben perfectamente que los señores
y señoras que tienen depósitos en instituciones bancarias, se precipitan a retirar
sus depósitos, poseídos de la locura del pánico. Algo igual ocurre en el
celoso. Con la diferencia que él piensa que si su "banco" quiebra, no
podrá depositar su felicidad ya en ninguna parte. Siempre ocurre esta
catástrofe mental con los pequeños financieros sin cancha y los pequeños
enamorados sin experiencia.
Frecuentemente,
también, el hombre es celoso de la mujer cuyo mecanismo psicológico no conoce.
Ahora bien: para conocer el mecanismo psicológico de la mujer, hay que tratar a
muchas, y no elegir precisamente a las ingenuas para enamorarse, sino a las
"vivas", las astutas y las desvergonzadas, porque ellas son fuente de
enseñanzas maravillosas para un hombre sin experiencia, y le enseñan
(involuntariamente, por supuesto) los mil resortes y engranajes de que
"puede" componerse el alma femenina. (Conste que digo "de que
puede componerse", no de que se compone.)
Los
pequeños enamorados, como los pequeños financistas, tienen en su capital de
amor una sensibilidad tan prodigiosa, que hay mujeres que se desesperan de
encontrarse frente a un hombre a quien quieren, pero que les atormenta la vida
con sus estupideces infundadas.
Los
celos constituyen un sentimiento inferior, bajuno. El hombre, cela casi siempre
a la mujer que no conoce, que no ha estudiado, y que casi siempre es superior
intelectualmente a él. En síntesis, el celo es la envidia al revés.
Lo
más grave en la demostración de los celos es que el individuo,
involuntariamente, se pone a merced de la mujer. La mujer en ese caso, puede
hacer de él lo que se le antoja. Lo maneja a su voluntad. El celo (miedo de que
ella lo abandone o prefiera a otro) pone de manifiesto la débil naturaleza del
celoso, su pasión extrema, y su falta de discernimiento. Y un hombre
inteligente, jamás le demuestra celos a una mujer, ni cuando es celoso. Se
guarda prudentemente sus sentimientos; y ese acto de voluntad repetido
continuamente en las relaciones con el ser que ama, termina por colocarle en un
plano superior al de ella, hasta que al llegar a determinado punto de control
interior, el individuo "llega a saber que puede prescindir de esa mujer el
día que ella no proceda con él como es debido".
A
su vez la mujer, que es sagaz e intuitiva, termina por darse cuenta de que con
una naturaleza tan sólidamente plantada no se puede jugar, y entonces las
relaciones entre ambos sexos se desarrollan con una normalidad que raras veces
deja algo que desear, o terminan para mejor tranquilidad de ambos.
Claro
está que para saber ocultar diestramente los sentimientos subterráneos que nos
sacuden, es menester un entrenamiento largo, una educación de práctica de la
voluntad. Esta educación "práctica de la voluntad" es frecuentísima
entre las mujeres. Todos los días nos encontramos con muchachas que han educado
su voluntad y sus intereses de tal manera que envejecen a la espera de marido,
en celibato rigurosamente mantenido. Se dicen: "Algún día llegará".
Y en algunos casos llega, efectivamente, el individuo que se las llevará
contento y bailando para el Registro Civil, que debía denominarse
"Registro de la Propiedad Femenina".
Sólo
las mujeres muy ignorantes y muy brutas son celosas. El resto, clase media,
superior, por excepción alberga semejante sentimiento. Durante el noviazgo
muchas mujeres aparentan ser celosas; algunas también lo son, efectivamente.
Pero en aquellas que aparentan celos, descubrimos que el celo es un sentimiento
cuya finalidad es demostrar amor intenso inexistente, hacia un_ bobalicón que
sólo cree en el amor cuando el amor va acompañado de celos. Ciertamente, hay
individuos que no creen en el afecto, si el cariño no va acompañado de
comedietas vulgares, como son, en realidad, las que constituyen los celos, pues
jamás resuelven nada serio.
Las
señoras casadas, al cabo de media docena de años de matrimonio (algunas
antes), pierden por completo los celos. Algunas, cuando barruntan que los
esposos tienen aventurillas de géneros dudosos, dicen, en círculos de amigas:
-Los
hombres son como los chicos grandes. Hay que dejar que se distraigan. También
una no los va a tener todo el día pegados a las faldas...
Y
los "chicos grandes" se divierten. Más aún, se olvidan de que un día
fueron celosos...
Pero
este es tema para otra oportunidad.
DIALOGO DE
LECHERIA
Días
pasados, tabique por medio, en un lechería con pretensiones de "reservado
para familias", escuché un diálogo que se me quedó pegado en el oído, por
lo pelafustanesco que resultaba. Indudablemente, el individuo era un
divertido, porque las cosas que decía movían a risa. He aquí lo que más o menos
retuve:
El
Tipo. -Decime, yo no te juré amor eterno. ¿Vos podés afirmar bajo testimonio de
escribano público que te juré amor eterno? ¿Me juraste vos amor eterno? No. ¿Y
entonces...?
Ella.
-Ni falta hacía que te jurara, porque bien sabés que te quiero...
El
Tipo. -Un... Eso es harina de otro costal. Ahora hablemos del amor eterno. Si
yo no te juré amor eterno, ¿por qué me hacés cuestión y me querellás?...
Ella.
-¡Monstruo! Te sacaría los ojos...
El
Tipo. -Y ahora me amenazás en mi seguridad personal. ¿Te das cuenta? ¿Querés
privarme de mi libertad de albedrío?
Ella.
-¡Qué disparates estás diciendo!...
El
Tipo. -Es claro. Vos no me querés dejar tranquilo. Pretendés que como un manso
cabrito me pase la vida adorándote...
Ella.-
¿Manso cabrito vos?... Buena pieza..., desvergonzado hasta decir basta...
El
Tipo. -No satisfecha con amenazarme en mi seguridad personal, me injuriás de
palabra.
Ella.
-Si no me juraste amor eterno, en cambio me dijiste que me querías...
El
Tipo. -Eso es harina de otro costal. Una cosa es querer... y otra cosa, querer
siempre. Cuando yo te dije que te quería, te quería. Ahora...
Ella
(amenazadora). -Ahora, ¿qué?
El
Tipo (tranquilamente).- Ahora no te quiero como antes.
Ella.
-¿Y cómo me querés, entonces?
El
Tipo (con mucha dulzura).- Te quiero... ver lejos...
Ella.
-Un descarado como vos no he conocido nunca.
El
Tipo. -Por eso siempre te recomendé que viajaras. Viajando se instruye uno.
Pero no vayas a viajar en ómnibus, ni en tranvía. Tomá un vapor grande,
grandote, y andate... andate lejos.
Ella
(furiosa). -¿Y por qué me besabas, entonces?
El
Tipo. -Ejem... Eso es harina de otro costal...
Ella.
-Parecés panadero.
El
Tipo. -Yo te besaba, porque si no te besaba vos ibas a decir con tus amigas:
"Ven qué hombre más zonzo; ni me besa"...
Ella
(resoplando). -¡Yo no sé como no te mato! ¿Así que vos me besabas por gusto de
besarme?
El
Tipo. -No exageremos. Algo también me gustaba... Pero no tanto como vos
creés...
Ella.
-Se puede saber, decime, ¿dónde te has criado? Porque vos no tenés vergüenza.
No la has tenido nunca. Ignorás lo que es la vergüenza.
El
Tipo. -Sin embargo, yo soy muy tímido... Ya ves cuánto cavilo antes de mandarte
al diablo... No, al diablo, no, querida; no te disgustés... es una forma de
decir.
Ella
(agarrándose al tema). -De modo que vos me besabas a mí...
El
Tipo. -¡Dios mío! Si uno tuviera que dar cuenta de los besos que ha dado,
tendría que estar en presidio quinientos años. Vos parecés norteamericana.
Ella.
-¡Norteamericana! ¿Por qué?
El
Tipo. -Porque allá le pegás un beso a un palo de escoba y izas! la única
indemnización tolerada es el casamiento... de modo que a los besos no les des
importancia. Ahora, si yo hubiera echado a perder tu inocencia, sería otra
cosa...
Ella.
-Yo no soy inocente. Inocentes son los locos y los bobos...
El
Tipo. -Convengamos que decís una verdad grande como una casa. Y luego me
reprochás de ser injusto. Te doy la razón, querida. Sí, te la doy ampliamente.
¿Qué pecado me reprochás, entonces? ¿El que te haya dado unos besos?
Ella.
-¿Unos besos? Si fueron como cuarenta.
El
Tipo. -No... Estás mal, o tengo que suponer que vos no entendés de
matemáticas. Pongamos que son diez besos... Y estaremos en la cuenta. Y tampoco
llegan a diez. Además no valen porque son ósculos paternales... Y ahora,
después de enojarte que te haya besado, te enojás porque no quiero seguir
besándote. ¿Quién las entiende a ustedes las mujeres?
Ella.
-Me enojo porque me querés abandonar infamemente.
El
Tipo. -Yo no te di más que unos besos para que vos no les dijeras a tus amigas
que yo era un tipo zonzo. No tengo otro pecado sobre mi conciencia. ¿Qué me
recriminás? ¿Se puede saber? A mí no me gusta hacer comedias. Vos te aburrís en
tu casa, te encontrás conmigo y te me pegoteás como si yo fuera tu padre. Y yo
no quiero ser tu padre. Yo no quiero tener responsabilidades. Soy un hombre
virtuoso, tímido y tranquilo. Me gusta abrir la boca como un papanatas frente a
un pillo que vende grasa de serpiente o cacerolas inoxidables. Vos, en cambio,
te empeñás en que te jure amor eterno. Y yo no quiero jurarte amor eterno ni
transitorio. Quiero andar atorranteando tranquilamente solo, sin una tía a la
cola que me cuenta historias pueriles y manidas... y que porque me des un beso
de morondanga me hacés pleitos que si me hubieras prestado a interés compuesto
los tesoros de Rotschild.
Ella.
-Pero vos sos imposible...
El
Tipo. -Soy un auténtico hombre honrado.
EL QUE SIEMPRE
DA LA RAZON
Hay
un tipo de hombre que no tiene color definido, siempre le da a usted la razón,
siempre sonríe, siempre está dispuesto a condolerse con su dolor y a sonreír
con su alegría, y ni por broma contradice a nadie, ni tampoco habla mal de sus
prójimos, y todos son buenos para él, y, aunque se le diga en la propia cara:
"¡Usted es un hipócrita!" es imposible hacerle abandonar su
estudiada posición de ecuanimidad.
Incluso
cuando habla parece llenarse de satisfacción, y da palmaditas en las espaldas
de los que escuchan como si quisiera hacerse perdonar la alegría con que los
agasaja.
Esta
efigie de hombre me produce una sensación de monstruo gelatinoso, enorme, con
más profundidades que el mismo mar.
No
por lo que dice, sino por lo que oculta.
Obsérvelo.
Siempre
busca algo con que halagar la vanidad de sus prójimos. Es especialista en
descubrir debilidades, no para vituperarlas o corregirlas, sino para elogiarlas
y echarles aceite como a la ensalada.
Es
usted haragán. Pues el tipo le dirá:
-¡Qué
macanudo "fiacún" es usted! Lo envidio, Jefe...
En
cambio, usted tiene la pretensión de ser buen mozo. El fulano lo encuentra, y,
parándolo, le pone las dos manos en las coyunturas de los brazos, lo mira
dulcemente y exclama:
-¡Qué
elegante está usted hoy! ¡Qué bien! ¿Dónde compró esa magnífica corbata?
Hombre dichoso.
Usted
camina preocupado de encontrarse enfermo. Mi monstruo localiza su obsesión y
exclama, casi indignado:
-¿Enfermo
usted? No chacotee. ¡Qué va a estar enfermo! Enfermo estoy yo.
E
ipso facto desembucha tal colección de enfermedades, que usted casi lo mira con
terror... y contento de hallarse doliente de una sola enfermedad.
Se
me dirá: "Son características de individuo enfermo, débil".
Más
que hombre mi individuo es una enredadera, lenta, inexorable, avanzadora. Puede
cortarle todos los retoños que quiera, puede ofender a esta enredadera, del
mejor modo que le dé la gana. Es inútil. El monstruo no reaccionará.
Crece
con lentitud aterradora. Clava las raíces y crece. Inútil que el medio le sea
adverso, que nadie quiera ayudarlo, que lo desprecien, que le den a entender
que lo peor puede esperarse de él. Tiempo perdido. La enredadera, a cambio de
injurias, le devolverá flores, perfume, caricias. Usted lo despreció y él se
detendrá un día asombrado ante usted, exclamando:
-¿Quién
es su sastre? ¡Qué magnífico traje le ha cortado! Sinvergüenza, no hay derecho
a ser tan elegante.
Usted
dice un mal chiste; el hombre se ríe, lo "lomea" y después de ser
casi víctima de una congestión por exceso de risa, dice:
-¡Qué
gracioso es usted!... ¡Qué bárbaro!...
Y
nuevamente vuelve a ser víctima de un ataque de risa, que le sube desde el
vientre hasta la nuca.
Está
bien con todos. Algunos lo desprecian, otros lo compadecen, rarísimos lo
estiman, y a la mayoría le es indiferente. El, más que nadie, tiene perfecto
conocimiento de la repulsión interna que suscita, y avanza
con más precauciones que una araña sobre la red que
extrae de su estómago.
Está
bien con todos. Puede usted comunicarle un secreto, en la seguridad que él lo
embuchará más celosamente que una caja de hierro.
Puede
usted hacerle una barrabasada. Antes de que tenga tiempo de disculparse, él le
dirá:
-Comprendo.
Olvidemos. Somos hombres. Todos fallamos. ¡Ja, ja! ¡Qué rico tipo!
Imperceptiblemente
sus gajos van prendiendo. Enroscándose a las defensas fijas. No es necesario
verle a él, para comprender dónde se encuentra. Más aceitoso que una biela, se
corre de un punto a otro con tal eficacia de elasticidad, que allí donde haya
alguien a quien festejar o adular allí tropezaréis con su sonrisa amplia, ojos
encandilados y sonrientes, y manos beatíficamente cruzadas sobre el pecho.
No
le sorprenderán en ninguna contradicción; salvo las contradicciones
inteligentes en que él mismo incurre para darle razón a su adversario y
dejarlo más satisfecho de su poder intelectual.
Otros
se quejan. Hablan mal de la gente, del destino, de los jefes, de los amigos.
El, de la única persona de quien habla mal es de sí mismo. Los demás, para los
demás, exuda no sé de qué zona de su cuerpo tal extensión de aceite, que en
cuanto alguien encrespa una palabra él ahoga la tempestad del vaso de agua con
un barril de grasa.
Dije
que este hombre era un monstruo, y que me infundía terror, terror físico, igual
que una pesadilla, porque adivinaba en él más profundidades que las que tiene
el mar.
Efectivamente:
¿se lo imaginan ustedes a este bicharraco enojado? ¿O tramando una venganza?
"La
procesión va por dentro." Exteriormente sonríe como un ídolo chino,
eternamente.
¿Qué
es lo que desenvuelve dentro de él? ¿Qué tormentas? No me lo imagino... puede
estar usted seguro que en la soledad, en ese semblante que siempre sonríe, debe
dibujarse una tal fealdad taciturna, que al mismo diablo se le pondrá la piel
fría y mirará con prevención a su esperpento sobre la tierra: el hipócrita.
EL HOMBRE
CORCHO
El
hombre corcho, el hombre que nunca se hunde, sean cuales sean los
acontecimientos turbios en que está mezclado, es el tipo más interesante de la
fauna de los pilletes.
Y
quizá también el más inteligente y el más peligroso. Porque yo no conozco
sujeto más peligroso que ese individuo, que, cuando viene a hablaros de su
asunto, os dice:
-Yo
salí absuelto de culpa y cargo de ese proceso con la constancia de que ni mi
buen nombre ni mi honor quedaban afectados.
Bueno,
cuando malandra de esta o de cualquier otra categoría os diga que "su
buen nombre y honor no quedan afectados por el proceso", pónganse las
manos en los bolsillos y abran bien los ojos, porque si no les ha de pesar más
tarde.
Ya
en la escuela fue uno de esos alumnos solapados, de sonrisa falsa y aplicación
excelente, que cuando se trataba de tirar una piedra se la alcanzaba al
compañero.
Siempre
fue así, bellaco y tramposo, y simulador como él solo.
Este
es el mal individuo, que si frecuentaba nuestras casas convencía a nuestras
madres de que él era un santo, y nuestras madres, inexpertas y buenas, nos
enloquecían luego con la cantinela:
-Tomá
ejemplo de Fulano. Mirá qué buen muchacho es.
Y el buen muchacho era el que le ponía alfileres en
el asiento al maestro, pero sin que nadie lo viera; el buen muchacho era el
que convencía al maestro de que él era un ejemplo vivo de aplicación, y en los
castigos colectivos, en las aventuras en las cuales toda la clase cargaba con
el muerto, él se libraba en obsequio a su conducta ejemplar; y este pillete en
semilla, este malandrín en flor, por "a", por "b" o por
"c", más profundamente inmoral que todos los brutos de la clase
juntos, era el único que convencía al bedel o al director de su inocencia y de
su bondad.
Corcho
desde el aula, continuará siempre flotando; y en los exámenes, aunque sabía
menos que los otros, salía bien; en las clases igual, y siempre, siempre sin
hundirse, como si su naturaleza física participara de la fofa condición del
corcho.
Ya
hombre, toda su malicia natural se redondeó, perfeccionándose hasta lo
increíble.
En
el bien o en el mal, nunca fue bueno; bueno en lo que la palabra significaría
platónicamente. La bondad de este hombre siempre queda sintetizada en estas
palabras:
"El
proceso no afectó ni mi buen nombre ni mi honor".
Allí está su bondad, su honor y su honradez. El
proceso no "los afectó". Casi, casi podríamos decir que si es bueno,
su bondad es de carácter jurídico. Eso mismo. Un excelente individuo,
jurídicamente hablando. ¿Y qué más se le puede pedir a un sinvergüenza de esta
calaña?
Lo
que ocurrió es que flotó, flotó como el maldito corcho. Allí donde otro pobre
diablo se habría hundido para siempre en la cárcel, en el deshonor y la
ignominia, el ciudadano Corcho encontró la triquiñuela de la ley, la
escapatoria del código, la falta de un procedimiento que anulaba todo lo
actuado, la prescripción por negligencia de los curiales, de las aves negras,
de los oficiales de justicia y de toda la corte de cuervos lustrosos y
temibles. El caso es que se salvó. Se salvó "sin que el proceso afectara
su buen nombre ni su honor". Ahora sería interesante establecer si un
proceso puede afectar lo que un hombre no tiene.
Donde
más ostensibles son las virtudes del ciudadano Corcho es en las
"litis" comerciales, en las trapisondas de las reuniones de
acreedores, en los conatos de quiebras, en los concordatos, verificaciones de
créditos, tomas de razón, y todos esos chanchullos donde los damnificados
creen perder la razón, y si no la pierden, pierden la plata, que para ellos es
casi lo mismo o peor.
En
estos líos, espantosos de turbios y de incomprensibles, es donde el ciudadano
Corcho flota en las aguas de la tempestad con la serenidad de un tiburón. ¿Que
los acréedores se confabulaban para asesinarlo? Pedirá garantías al ministro y
al juez. ¿Que los acreedores quieren cobrarle? Levantará más falsos testimonios
que Tartufo y su progenitor ¿Que los falsos acreedores quieren chuparle la
sangre? Pues, a pararse, que si allí hay un sujeto con derecho a sanguijuela,
es él y nadie más. ¿Que el síndico no se quiere "acomodar"? Pues, a
crearle al síndico complicaciones que lo sindicarán como mal síndico.
Y
tanto va y viene, y da vueltas, y trama combinaciones, que al fin de cuentas el
hombre Corcho los ha embarullado a todos, y no hay Cristo que se entienda. Y el
ganancioso, el único ganancioso, es él. Todos los demás ¡van muertos!
Fenómeno
singular, caerá, como el gato, siempre de pie. Si es en un asunto criminal, se
libra con la condicional; si en un asunto civil, no paga ni el sellado; si en
un asunto particular, entonces, ¡qué Dios os libre!
Tremendo,
astuto y cauteloso, el hombre Corcho no da paso ni puntada en falso.
Y
todo le sale bien. Así como en la escuela pasaba los exámenes aunque no
supiera la lección, y en el examen siempre acertó por una bolilla favorable,
este sujeto, en la clase de la vida, la acierta igualmente. Si se dedicó al
comercio, y el negocio le va mal, siempre encuentra un zonzo a quien
endosárselo. Si se produce una quiebra, él es el que, a pesar de la ferocidad
de los acreedores, los arregla con un quince por ciento a pagar en la
eternidad, cuando pueda o cuando quiera. Y siempre así, falso, amable y
terrible, prospera en los bajíos donde se hubiera ido a pique, o encallado, más
de una preclara inteligencia.
¿Talento
o instinto? ¡Quién lo va a saber!
Roberto Arlt Aguafuertes porteñas