Literatura

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domingo, 22 de abril de 2012

Aguafuertes porteñas

Para la próxima clase deben traer los siguientes textos:


CAUSA Y SINRAZON DE LOS CELOS


            Hay buenos muchachitos, con metejones de primera agua, que le amargan la vida a sus respectivas novias promoviendo tempestades de ce­los, que son realmente tormentas en vasos de agua, con lluvias de lágri­mas y truenos de recriminaciones.
            Generalmente las mujeres son menos celosas que los hombres. Y si son inteligentes, aun cuando sean celosas, se cuidan muy bien de descu­brir tal sentimiento, porque saben que la exposición de semejante debili­dad las entrega atadas de pies y manos al fulano que les sorbió el seso.       De cualquier manera; el sentimiento de los celos es digno de estudio, no por los disgustos que provoca, sino por lo que revela en cuanto a psi­cología individual.
            Puede establecerse esta regla:
            Cuanto menos mujeres ha tratado un individuo, más celoso es.     
            La novedad del sentimiento amoroso conturba, casi asusta, y tras­torna la vida de un individuo poco acostumbrado a tales descargas y car­gas de emoción. La mujer llega a constituir para este sujeto un fenómeno divino, exclusivo. Se imagina que la suma de felicidad que ella suscita en él, puede proporcionársela a otro hombre; y entonces Fulano se toma la cabeza, espantado al pensar que toda "su" felicidad, está depositada en esa mujer, igual que en un banco. Ahora bien, en tiempos de crisis, uste­des saben perfectamente que los señores y señoras que tienen depósitos en instituciones bancarias, se precipitan a retirar sus depósitos, poseídos de la locura del pánico. Algo igual ocurre en el celoso. Con la diferencia que él piensa que si su "banco" quiebra, no podrá depositar su felicidad ya en ninguna parte. Siempre ocurre esta catástrofe mental con los pe­queños financieros sin cancha y los pequeños enamorados sin experien­cia.
            Frecuentemente, también, el hombre es celoso de la mujer cuyo me­canismo psicológico no conoce. Ahora bien: para conocer el mecanismo psicológico de la mujer, hay que tratar a muchas, y no elegir precisamen­te a las ingenuas para enamorarse, sino a las "vivas", las astutas y las desvergonzadas, porque ellas son fuente de enseñanzas maravillosas para un hombre sin experiencia, y le enseñan (involuntariamente, por supues­to) los mil resortes y engranajes de que "puede" componerse el alma fe­menina. (Conste que digo "de que puede componerse", no de que se com­pone.)
            Los pequeños enamorados, como los pequeños financistas, tienen en su capital de amor una sensibilidad tan prodigiosa, que hay mujeres que se desesperan de encontrarse frente a un hombre a quien quieren, pero que les atormenta la vida con sus estupideces infundadas.
            Los celos constituyen un sentimiento inferior, bajuno. El hombre, cela casi siempre a la mujer que no conoce, que no ha estudiado, y que casi siempre es superior intelectualmente a él. En síntesis, el celo es la en­vidia al revés.
            Lo más grave en la demostración de los celos es que el individuo, involuntariamente, se pone a merced de la mujer. La mujer en ese caso, puede hacer de él lo que se le antoja. Lo maneja a su voluntad. El celo (miedo de que ella lo abandone o prefiera a otro) pone de manifiesto la débil naturaleza del celoso, su pasión extrema, y su falta de discernimien­to. Y un hombre inteligente, jamás le demuestra celos a una mujer, ni cuando es celoso. Se guarda prudentemente sus sentimientos; y ese acto de voluntad repetido continuamente en las relaciones con el ser que ama, termina por colocarle en un plano superior al de ella, hasta que al llegar a determinado punto de control interior, el individuo "llega a saber que puede prescindir de esa mujer el día que ella no proceda con él como es debido".
            A su vez la mujer, que es sagaz e intuitiva, termina por darse cuenta de que con una naturaleza tan sólidamente plantada no se puede jugar, y entonces las relaciones entre ambos sexos se desarrollan con una nor­malidad que raras veces deja algo que desear, o terminan para mejor tran­quilidad de ambos.
            Claro está que para saber ocultar diestramente los sentimientos sub­terráneos que nos sacuden, es menester un entrenamiento largo, una edu­cación de práctica de la voluntad. Esta educación "práctica de la volun­tad" es frecuentísima entre las mujeres. Todos los días nos encontramos con muchachas que han educado su voluntad y sus intereses de tal mane­ra que envejecen a la espera de marido, en celibato rigurosamente mante­nido. Se dicen: "Algún día llegará". Y en algunos casos llega, efectiva­mente, el individuo que se las llevará contento y bailando para el Regis­tro Civil, que debía denominarse "Registro de la Propiedad Femenina".
            Sólo las mujeres muy ignorantes y muy brutas son celosas. El resto, clase media, superior, por excepción alberga semejante sentimiento. Du­rante el noviazgo muchas mujeres aparentan ser celosas; algunas también lo son, efectivamente. Pero en aquellas que aparentan celos, descubrimos que el celo es un sentimiento cuya finalidad es demostrar amor intenso inexistente, hacia un_ bobalicón que sólo cree en el amor cuando el amor va acompañado de celos. Ciertamente, hay individuos que no creen en el afecto, si el cariño no va acompañado de comedietas vulgares, como son, en realidad, las que constituyen los celos, pues jamás resuelven nada serio.
            Las señoras casadas, al cabo de media docena de años de matrimo­nio (algunas antes), pierden por completo los celos. Algunas, cuando ba­rruntan que los esposos tienen aventurillas de géneros dudosos, dicen, en círculos de amigas:
            -Los hombres son como los chicos grandes. Hay que dejar que se distraigan. También una no los va a tener todo el día pegados a las fal­das...
            Y los "chicos grandes" se divierten. Más aún, se olvidan de que un día fueron celosos...
            Pero este es tema para otra oportunidad.


DIALOGO DE LECHERIA


            Días pasados, tabique por medio, en un lechería con pretensiones de "reservado para familias", escuché un diálogo que se me quedó pegado en el oído, por lo pelafustanesco que resultaba. Indudablemente, el indi­viduo era un divertido, porque las cosas que decía movían a risa. He aquí lo que más o menos retuve:
            El Tipo. -Decime, yo no te juré amor eterno. ¿Vos podés afirmar bajo testimonio de escribano público que te juré amor eterno? ¿Me ju­raste vos amor eterno? No. ¿Y entonces...?
            Ella. -Ni falta hacía que te jurara, porque bien sabés que te quie­ro...
            El Tipo. -Un... Eso es harina de otro costal. Ahora hablemos del amor eterno. Si yo no te juré amor eterno, ¿por qué me hacés cuestión y me querellás?...
            Ella. -¡Monstruo! Te sacaría los ojos...
            El Tipo. -Y ahora me amenazás en mi seguridad personal. ¿Te das cuenta? ¿Querés privarme de mi libertad de albedrío?
            Ella. -¡Qué disparates estás diciendo!...
            El Tipo. -Es claro. Vos no me querés dejar tranquilo. Pretendés que como un manso cabrito me pase la vida adorándote...
            Ella.- ¿Manso cabrito vos?... Buena pieza..., desvergonzado hasta decir basta...
            El Tipo. -No satisfecha con amenazarme en mi seguridad personal, me injuriás de palabra.
            Ella. -Si no me juraste amor eterno, en cambio me dijiste que me  querías...
            El Tipo. -Eso es harina de otro costal. Una cosa es querer... y otra cosa, querer siempre. Cuando yo te dije que te quería, te quería. Aho­ra...
            Ella (amenazadora). -Ahora, ¿qué?
            El Tipo (tranquilamente).- Ahora no te quiero como antes.
            Ella. -¿Y cómo me querés, entonces?
            El Tipo (con mucha dulzura).- Te quiero... ver lejos...         
            Ella. -Un descarado como vos no he conocido nunca.
            El Tipo. -Por eso siempre te recomendé que viajaras. Viajando se instruye uno. Pero no vayas a viajar en ómnibus, ni en tranvía. Tomá un vapor grande, grandote, y andate... andate lejos.
            Ella (furiosa). -¿Y por qué me besabas, entonces?   
            El Tipo. -Ejem... Eso es harina de otro costal...
            Ella. -Parecés panadero.
            El Tipo. -Yo te besaba, porque si no te besaba vos ibas a decir con tus amigas: "Ven qué hombre más zonzo; ni me besa"...
            Ella (resoplando). -¡Yo no sé como no te mato! ¿Así que vos me besabas por gusto de besarme?
            El Tipo. -No exageremos. Algo también me gustaba... Pero no tanto como vos creés...
            Ella. -Se puede saber, decime, ¿dónde te has criado? Porque vos no tenés vergüenza. No la has tenido nunca. Ignorás lo que es la vergüen­za.
            El Tipo. -Sin embargo, yo soy muy tímido... Ya ves cuánto cavilo antes de mandarte al diablo... No, al diablo, no, querida; no te disgus­tés... es una forma de decir.
            Ella (agarrándose al tema). -De modo que vos me besabas a mí...  
            El Tipo. -¡Dios mío! Si uno tuviera que dar cuenta de los besos que ha dado, tendría que estar en presidio quinientos años. Vos parecés nor­teamericana.
            Ella. -¡Norteamericana! ¿Por qué?
            El Tipo. -Porque allá le pegás un beso a un palo de escoba y izas! la única indemnización tolerada es el casamiento... de modo que a los besos no les des importancia. Ahora, si yo hubiera echado a perder tu inocencia, sería otra cosa...
            Ella. -Yo no soy inocente. Inocentes son los locos y los bobos...    
            El Tipo. -Convengamos que decís una verdad grande como una ca­sa. Y luego me reprochás de ser injusto. Te doy la razón, querida. Sí, te la doy ampliamente. ¿Qué pecado me reprochás, entonces? ¿El que te haya dado unos besos?
            Ella. -¿Unos besos? Si fueron como cuarenta.
            El Tipo. -No... Estás mal, o tengo que suponer que vos no enten­dés de matemáticas. Pongamos que son diez besos... Y estaremos en la cuenta. Y tampoco llegan a diez. Además no valen porque son ósculos paternales... Y ahora, después de enojarte que te haya besado, te enojás porque no quiero seguir besándote. ¿Quién las entiende a ustedes las mu­jeres?
            Ella. -Me enojo porque me querés abandonar infamemente.
            El Tipo. -Yo no te di más que unos besos para que vos no les dije­ras a tus amigas que yo era un tipo zonzo. No tengo otro pecado sobre mi conciencia. ¿Qué me recriminás? ¿Se puede saber? A mí no me gusta hacer comedias. Vos te aburrís en tu casa, te encontrás conmigo y te me pegoteás como si yo fuera tu padre. Y yo no quiero ser tu padre. Yo no quiero tener responsabilidades. Soy un hombre virtuoso, tímido y tranquilo. Me gusta abrir la boca como un papanatas frente a un pillo que vende grasa de serpiente o cacerolas inoxidables. Vos, en cambio, te empeñás en que te jure amor eterno. Y yo no quiero jurarte amor eterno ni transitorio. Quiero andar atorranteando tranquilamente solo, sin una tía a la cola que me cuenta historias pueriles y manidas... y que porque me des un beso de morondanga me hacés pleitos que si me hubieras pres­tado a interés compuesto los tesoros de Rotschild.
            Ella. -Pero vos sos imposible...
            El Tipo. -Soy un auténtico hombre honrado.



EL QUE SIEMPRE DA LA RAZON


            Hay un tipo de hombre que no tiene color definido, siempre le da a usted la razón, siempre sonríe, siempre está dispuesto a condoler­se con su dolor y a sonreír con su alegría, y ni por broma contradice a nadie, ni tampoco habla mal de sus prójimos, y todos son buenos pa­ra él, y, aunque se le diga en la propia cara: "¡Usted es un hipócri­ta!" es imposible hacerle abandonar su estudiada posición de ecuani­midad.
            Incluso cuando habla parece llenarse de satisfacción, y da palmadi­tas en las espaldas de los que escuchan como si quisiera hacerse perdonar la alegría con que los agasaja.
            Esta efigie de hombre me produce una sensación de monstruo gelati­noso, enorme, con más profundidades que el mismo mar.
            No por lo que dice, sino por lo que oculta.   
            Obsérvelo.
            Siempre busca algo con que halagar la vanidad de sus prójimos. Es especialista en descubrir debilidades, no para vituperarlas o corregirlas, sino para elogiarlas y echarles aceite como a la ensalada.
            Es usted haragán. Pues el tipo le dirá:
            -¡Qué macanudo "fiacún" es usted! Lo envidio, Jefe...
            En cambio, usted tiene la pretensión de ser buen mozo. El fulano lo encuentra, y, parándolo, le pone las dos manos en las coyunturas de los brazos, lo mira dulcemente y exclama:
            -¡Qué elegante está usted hoy! ¡Qué bien! ¿Dónde compró esa mag­nífica corbata? Hombre dichoso.
            Usted camina preocupado de encontrarse enfermo. Mi monstruo lo­caliza su obsesión y exclama, casi indignado:
            -¿Enfermo usted? No chacotee. ¡Qué va a estar enfermo! Enfermo estoy yo.
            E ipso facto desembucha tal colección de enfermedades, que usted casi lo mira con terror... y contento de hallarse doliente de una sola en­fermedad.
            Se me dirá: "Son características de individuo enfermo, débil".
            Más que hombre mi individuo es una enredadera, lenta, inexorable, avanzadora. Puede cortarle todos los retoños que quiera, puede ofender a esta enredadera, del mejor modo que le dé la gana. Es inútil. El mons­truo no reaccionará.
            Crece con lentitud aterradora. Clava las raíces y crece. Inútil que el medio le sea adverso, que nadie quiera ayudarlo, que lo desprecien, que le den a entender que lo peor puede esperarse de él. Tiempo perdido. La enredadera, a cambio de injurias, le devolverá flores, perfume, caricias. Usted lo despreció y él se detendrá un día asombrado ante usted, excla­mando:
            -¿Quién es su sastre? ¡Qué magnífico traje le ha cortado! Sinver­güenza, no hay derecho a ser tan elegante.
            Usted dice un mal chiste; el hombre se ríe, lo "lomea" y después de ser casi víctima de una congestión por exceso de risa, dice:
            -¡Qué gracioso es usted!... ¡Qué bárbaro!...
            Y nuevamente vuelve a ser víctima de un ataque de risa, que le sube desde el vientre hasta la nuca.
            Está bien con todos. Algunos lo desprecian, otros lo compadecen, rarísimos lo estiman, y a la mayoría le es indiferente. El, más que nadie, tiene perfecto conocimiento de la repulsión interna que suscita, y avanza
con más precauciones que una araña sobre la red que extrae de su estó­mago.
            Está bien con todos. Puede usted comunicarle un secreto, en la segu­ridad que él lo embuchará más celosamente que una caja de hierro.
            Puede usted hacerle una barrabasada. Antes de que tenga tiempo de disculparse, él le dirá:
            -Comprendo. Olvidemos. Somos hombres. Todos fallamos. ¡Ja, ja! ¡Qué rico tipo!
            Imperceptiblemente sus gajos van prendiendo. Enroscándose a las defensas fijas. No es necesario verle a él, para comprender dónde se en­cuentra. Más aceitoso que una biela, se corre de un punto a otro con tal eficacia de elasticidad, que allí donde haya alguien a quien festejar o adular allí tropezaréis con su sonrisa amplia, ojos encandilados y sonrientes, y manos beatíficamente cruzadas sobre el pecho.
            No le sorprenderán en ninguna contradicción; salvo las contradic­ciones inteligentes en que él mismo incurre para darle razón a su adversa­rio y dejarlo más satisfecho de su poder intelectual.
            Otros se quejan. Hablan mal de la gente, del destino, de los jefes, de los amigos. El, de la única persona de quien habla mal es de sí mismo. Los demás, para los demás, exuda no sé de qué zona de su cuerpo tal extensión de aceite, que en cuanto alguien encrespa una palabra él ahoga la tempestad del vaso de agua con un barril de grasa.
            Dije que este hombre era un monstruo, y que me infundía terror, terror físico, igual que una pesadilla, porque adivinaba en él más profun­didades que las que tiene el mar.
            Efectivamente: ¿se lo imaginan ustedes a este bicharraco enojado? ¿O tramando una venganza?
            "La procesión va por dentro." Exteriormente sonríe como un ídolo chino, eternamente.
            ¿Qué es lo que desenvuelve dentro de él? ¿Qué tormentas? No me lo imagino... puede estar usted seguro que en la soledad, en ese semblante que siempre sonríe, debe dibujarse una tal fealdad taciturna, que al mismo diablo se le pondrá la piel fría y mirará con prevención a su esper­pento sobre la tierra: el hipócrita.

 EL HOMBRE CORCHO


            El hombre corcho, el hombre que nunca se hunde, sean cuales sean los acontecimientos turbios en que está mezclado, es el tipo más intere­sante de la fauna de los pilletes.
            Y quizá también el más inteligente y el más peligroso. Porque yo no conozco sujeto más peligroso que ese individuo, que, cuando viene a ha­blaros de su asunto, os dice:
            -Yo salí absuelto de culpa y cargo de ese proceso con la constancia de que ni mi buen nombre ni mi honor quedaban afectados.
            Bueno, cuando malandra de esta o de cualquier otra categoría os di­ga que "su buen nombre y honor no quedan afectados por el proceso", pónganse las manos en los bolsillos y abran bien los ojos, porque si no les ha de pesar más tarde.
            Ya en la escuela fue uno de esos alumnos solapados, de sonrisa falsa y aplicación excelente, que cuando se trataba de tirar una piedra se la al­canzaba al compañero.
            Siempre fue así, bellaco y tramposo, y simulador como él solo.      
            Este es el mal individuo, que si frecuentaba nuestras casas convencía a nuestras madres de que él era un santo, y nuestras madres, inexpertas y buenas, nos enloquecían luego con la cantinela:
            -Tomá ejemplo de Fulano. Mirá qué buen muchacho es.
Y el buen muchacho era el que le ponía alfileres en el asiento al maes­tro, pero sin que nadie lo viera; el buen muchacho era el que convencía al maestro de que él era un ejemplo vivo de aplicación, y en los castigos colectivos, en las aventuras en las cuales toda la clase cargaba con el muer­to, él se libraba en obsequio a su conducta ejemplar; y este pillete en se­milla, este malandrín en flor, por "a", por "b" o por "c", más profun­damente inmoral que todos los brutos de la clase juntos, era el único que convencía al bedel o al director de su inocencia y de su bondad.
            Corcho desde el aula, continuará siempre flotando; y en los exáme­nes, aunque sabía menos que los otros, salía bien; en las clases igual, y siempre, siempre sin hundirse, como si su naturaleza física participara de la fofa condición del corcho.
            Ya hombre, toda su malicia natural se redondeó, perfeccionándose hasta lo increíble.
            En el bien o en el mal, nunca fue bueno; bueno en lo que la palabra significaría platónicamente. La bondad de este hombre siempre queda sin­tetizada en estas palabras:
            "El proceso no afectó ni mi buen nombre ni mi honor".
Allí está su bondad, su honor y su honradez. El proceso no "los afec­tó". Casi, casi podríamos decir que si es bueno, su bondad es de carácter jurídico. Eso mismo. Un excelente individuo, jurídicamente hablando. ¿Y qué más se le puede pedir a un sinvergüenza de esta calaña?
            Lo que ocurrió es que flotó, flotó como el maldito corcho. Allí don­de otro pobre diablo se habría hundido para siempre en la cárcel, en el deshonor y la ignominia, el ciudadano Corcho encontró la triquiñuela de la ley, la escapatoria del código, la falta de un procedimiento que anulaba todo lo actuado, la prescripción por negligencia de los curiales, de las aves negras, de los oficiales de justicia y de toda la corte de cuervos lus­trosos y temibles. El caso es que se salvó. Se salvó "sin que el proceso afectara su buen nombre ni su honor". Ahora sería interesante establecer si un proceso puede afectar lo que un hombre no tiene.
            Donde más ostensibles son las virtudes del ciudadano Corcho es en las "litis" comerciales, en las trapisondas de las reuniones de acreedores, en los conatos de quiebras, en los concordatos, verificaciones de crédi­tos, tomas de razón, y todos esos chanchullos donde los damnificados creen perder la razón, y si no la pierden, pierden la plata, que para ellos es casi lo mismo o peor.
            En estos líos, espantosos de turbios y de incomprensibles, es donde el ciudadano Corcho flota en las aguas de la tempestad con la serenidad de un tiburón. ¿Que los acréedores se confabulaban para asesinarlo? Pe­dirá garantías al ministro y al juez. ¿Que los acreedores quieren cobrar­le? Levantará más falsos testimonios que Tartufo y su progenitor ¿Que los falsos acreedores quieren chuparle la sangre? Pues, a pararse, que si allí hay un sujeto con derecho a sanguijuela, es él y nadie más. ¿Que el síndico no se quiere "acomodar"? Pues, a crearle al síndico complicacio­nes que lo sindicarán como mal síndico.
            Y tanto va y viene, y da vueltas, y trama combinaciones, que al fin de cuentas el hombre Corcho los ha embarullado a todos, y no hay Cristo que se entienda. Y el ganancioso, el único ganancioso, es él. Todos los demás ¡van muertos!
            Fenómeno singular, caerá, como el gato, siempre de pie. Si es en un asunto criminal, se libra con la condicional; si en un asunto civil, no paga ni el sellado; si en un asunto particular, entonces, ¡qué Dios os li­bre!
            Tremendo, astuto y cauteloso, el hombre Corcho no da paso ni pun­tada en falso.
            Y todo le sale bien. Así como en la escuela pasaba los exámenes aun­que no supiera la lección, y en el examen siempre acertó por una bolilla favorable, este sujeto, en la clase de la vida, la acierta igualmente. Si se dedicó al comercio, y el negocio le va mal, siempre encuentra un zonzo a quien endosárselo. Si se produce una quiebra, él es el que, a pesar de la ferocidad de los acreedores, los arregla con un quince por ciento a pa­gar en la eternidad, cuando pueda o cuando quiera. Y siempre así, falso, amable y terrible, prospera en los bajíos donde se hubiera ido a pique, o encallado, más de una preclara inteligencia.
            ¿Talento o instinto? ¡Quién lo va a saber!


 Roberto Arlt Aguafuertes porteñas

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