Literatura

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viernes, 13 de julio de 2012

Me van a tener que disculpar

Escuchen el video y sigan el relato con el texto que está debajo.  



Texto.


De Eduardo Sacheri.

Me van a tener que disculpar

Me van a tener que disculpar. Yo sé que un hombre que pretende ser una persona de bien debe comportarse según ciertas normas, aceptar ciertos preceptos, adecuar su modo de ser a determinadas estipulaciones convenidas por todos. Seamos más explícitos. Si uno quiere ser un tipo coherente debe medir su conducta, y la de sus semejantes, con la misma e idéntica vara. No puede hacer excepciones, pues de lo contrario bastardea su juicio ético, su conciencia crítica, su criterio legítimo.
Uno no puede andar por la vida reprobando a sus rivales y disculpando a sus amigos por el sólo hecho de serlo. Tampoco soy tan ingenuo como para suponer que uno es capaz de sustraerse a sus afectos y a sus pasiones, que uno tiene la idoneidad como para sacrificarlos en el altar de una imparcialidad impoluta. Digamos que uno va por ahí intentando no apartarse demasiado del camino debido, tratando de que los amores y los odios no le trastoquen irremediablemente la lógica.
Pero me van a tener que disculpar, señores. Hay un tipo con el que no puedo. Y ojo que lo intento. Me digo: no puede haber excepciones, no debe haberlas. Y la disculpa que requiero de ustedes es todavía mayor, porque el tipo del que hablo no es un benefactor de la humanidad, ni un santo varón, ni un valiente guerrero que ha consolidado la integridad de mi patria. No, nada de eso. El tipo tiene una actividad mucho menos importante, mucho menos trascendente, mucho más profana. Les voy adelantando que el tipo es un deportista. Imagínense, señores. Llevo escritas doscientas sesenta y tres palabras hablando del criterio ético y sus limitaciones, y todo por un simple caballero que se gana la vida pateando una pelota. Ustedes podrán decirme que eso vuelve mi actitud todavía más reprobable. Tal vez tengan razón. Tal vez por eso he iniciado estas líneas disculpándome.
No obstante, y aunque tengo perfectamente claras esas cosas, no puedo cambiar mi actitud. Sigo siendo incapaz de juzgarlo con la misma vara con la que juzgo al resto de los seres humanos. Y ojo que no sólo no es un pobre muchacho saturado de virtudes. Tiene muchos defectos. Tiene tal vez tantos defectos como quien escribe estas líneas, o como el que más. Para el caso es lo mismo. Pese a todo, señores, sigo sintiéndome incapaz de juzgarlo. Mi juicio crítico se detiene ante él, y lo dispensa.
No es un capricho, cuidado. No es un simple antojo. Es algo un poco más profundo, si me permiten calificarlo de ese modo. Seré más explícito. Yo lo disculpo porque siento que le debo algo. Le debo algo y sé que no tengo forma de pagárselo. O tal vez ésta sea la peculiar moneda que he encontrado para pagarle. Digamos que mi deuda halla sosiego en este hábito de evitar siempre cualquier eventual reproche.
Él no lo sabe, cuidado. Así que mi pago es absolutamente anónimo. Como anónima es la deuda que con él conservo. Digamos que él no sabe que le debo, e ignora los ingentes esfuerzos que yo hago una vez y otra por pagarle.
Por suerte o por desgracia, la oportunidad de ejercitar este hábito se me presenta a menudo. Es que hablar de él, entre argentinos, es casi uno de nuestros deportes nacionales. Para ensalzarlo hasta la estratósfera, o para condenarlo a la parrilla perpetua de los infiernos, los argentinos gustamos, al parecer, de convocar su nombre y su memoria. Ahí es cuando yo trato de ponerme serio y distante, pero no lo logro. El tamaño de mi deuda se me impone. Y cuando me invitan a hablar prefiero esquivar el bulto, cambiar de tema, ceder mi turno en el ágora del café a la tardecita. No se trata tampoco de que yo me ubique en el bando de sus perpetuos halagadores. Nada de eso. Evito tanto los elogios superlativos y rimbombantes como los dardos envenenados y traicioneros. Además, con el tiempo he visto a más de uno cambiar del bando de los inquisidores al de los plañideros aplaudidores, y viceversa, sin que se les mueva un pelo. Y ambos bandos me parecen absolutamente detestables, por cierto.
Por eso yo me quedo callado, o cambio de tema. Y cuando a veces alguno de los muchachos no me lo permite, porque me acorrala con una pregunta directa, que cruza el aire llevando específicamente mi nombre, tomo aire, hago como que pienso, y digo alguna sandez al estilo de «y, no sé, habría que pensarlo»; o tal vez arriesgo un «vaya uno a saber, son tantas cosas para tener en cuenta». Es que tengo demasiado pudor como para explayarme del modo en que aquí lo hago. Y soy incapaz de condenar a mis amigos al tórrido suplicio de escuchar mis argumentos y mis justificaciones.
Por empezar les tendría que decir que la culpa de todo la tiene el tiempo. Sí, como lo escuchan, el tiempo. El tiempo que se empeña en transcurrir, cuando a veces debería permanecer detenido. El tiempo que nos hace la guachada de romper los momentos perfectos, inmaculados, inolvidables, completos. Porque si el tiempo se quedase ahí, inmortalizando a los seres y a las cosas en su punto justo, nos libraría de los desencantos, de las corrupciones, de las infinitas traiciones tan propias de nosotros los mortales.
Y en realidad es por ese carácter tan defectuoso del tiempo que yo me comporto como lo hago. Como un modo de subsanar, en mis modestos alcances, esas barbaridades injustas que el tiempo nos hace. En cada ocasión en la cual mencionan su nombre, en cada oportunidad en la cual me invitan al festín de adorarlo y denostarlo, yo me sustraigo a este presente absolutamente profano, y con la memoria que el ser humano conserva para los hechos esenciales me remonto a ese día, al día inolvidable en que me vi obligado a sellar este pacto que, hasta hoy, he mantenido en secreto. Un pacto que puede conducirme (lo sé), a que alguien me acuse de patriotero. Y aunque yo sea de aquellos a quienes desagrada la mezcla de la nación con el deporte, en este caso acepto todos los riesgos y las potenciales sanciones.
Digamos que mi memoria es el salvoconducto para volver el tiempo al lugar cristalino del cual no debió moverse, porque era el exacto sitio en que merecía detenerse para siempre, por lo menos para el fútbol, para él y para mí. Porque la vida es así, a veces se combina para alumbrar momentos como ése. Instantes después de los cuales nada vuelve a ser como era. Porque no puede. Porque todo ha cambiado demasiado. Porque por la piel y por los ojos nos ha entrado algo de lo cual nunca vamos a lograr desprendernos.
Esa mañana habrá sido como todas. El mediodía también. Y la tarde arranca, en apariencia, como tantas otras. Una pelota y veintidós tipos. Y otros millones de tipos comiéndose los codos delante de la tele, en los puntos más distantes del planeta. Pero ojo, que esa tarde es distinta. No es un partido. Mejor dicho: no es sólo un partido. Hay algo más. Hay mucha rabia, y mucho dolor, y mucha frustración acumuladas en todos esos tipos que miran la tele. Son emociones que no nacieron por el fútbol. Nacieron en otro lado. En un sitio mucho más terrible, mucho más hostil, mucho más irrevocable. Pero a nosotros, a los de acá, no nos cabe otra que contestar en una cancha, porque no tenemos otro sitio, porque somos pocos, porque estamos solos, porque somos pobres. Pero ahí está la cancha, el fútbol, y son ellos o nosotros. Y si somos nosotros el dolor no va a desaparecer, ni la humillación ha de terminarse. Pero si son ellos. Ay, si son ellos. Si son ellos la humillación va a ser todavía más grande, más dolorosa, más intolerable. Vamos a tener que quedarnos mirándonos las caras, diciéndonos en silencio «te das cuenta, ni siquiera aquí, ni siquiera esto se nos dio a nosotros».
Así que están ahí los tipos. Los once nuestros y los once de ellos. Es fútbol, pero es mucho más que fútbol. Porque cuatro años es muy poco tiempo como para que te amaine el dolor y se te apacigüe la rabia. Por eso no es sólo fútbol.
Y con semejantes antecedentes de tarde borrascosa, con semejante prólogo de tragedia, va este tipo y se cuelga para siempre del cielo de los nuestros. Porque se planta enfrente de los contrarios y los humilla. Porque los roba. Porque delante de sus ojos los afana. Y aunque sea les devuelve ese afano por el otro, por el más grande, por el infinitamente más enorme y ultrajante. Porque aunque nada cambie allá están ellos, en sus casas y en sus calles, en sus pubs, queriéndose comer las pantallas de pura rabia, de pura impotencia de que el tipo salga corriendo mirando de reojito al árbitro que se compra el paquete y marca el medio.
Hasta ahí, eso solo ya es historia. Ya parece suficiente. Porque le robaste algo al que te afanó primero. Y aunque lo que él te robó te duele más, vos te regodeás porque sabés que esto, igual, le duele. Pero hay más. Aunque uno desde acá diga bueno, es suficiente, me doy por hecho, hay más. Porque el tipo además de piola es un artista. Es mucho más que los otros.
Arranca desde el medio, desde su campo, para que no queden dudas de que lo que está por hacer no lo ha hecho nadie. Y aunque va de azul, va con la bandera. La lleva en una mano, aunque nadie la vea. Empieza a desparramarlos para siempre. Y los va liquidando uno por uno, moviéndose al calor de una música que ellos, pobres giles, no entienden. No sienten la música, pero sí sienten un vago escozor, algo que les dice que se les viene la noche. Y el tipo sigue adelante.
Para que empiecen a no poder creerlo. Para que no se lo olviden nunca. Para que allá lejos los tipos dejen la cerveza y cualquier otra cosa que tengan en la mano. Para que se queden con la boca abierta y la expresión de tontos, pensando que no, que no va a suceder, que alguno lo va a parar, que ese morochito vestido de azul y de argentino no va a entrar al área con la bola mansita a su merced, que alguien va a hacer algo antes de que le amague al arquero y lo sortee por afuera,  que algo va a pasar para poner en orden la historia y que las cosas sean como Dios y la reina mandan, porque en el fútbol tiene que ser como en la vida, donde los que llevan las de ganar ganan, y los que llevan las de perder pierden. Se miran entre ellos y le piden al de al lado que los despierte de la pesadilla. Pero no hay caso, porque ni siquiera cuando el tipo les regala una fracción de segundo más, cuando el tipo aminora el vértigo para quedar de nuevo bien parado de zurdo, ni siquiera entonces van a evitar entrar en la historia como los humillados, los once ingleses despatarrados e incrédulos, los millones de ingleses mirando la tele sin querer creer lo que saben que es verdad para siempre, porque ahí va la bola a morirse en la red para toda la eternidad, y el tipo va a abrazarse con todos y a levantar los ojos al cielo. Y no sé si él lo sabe, pero hace tan bien en mirar al cielo.
Porque el afano estaba bien, pero era poco. Porque el afano de ellos era demasiado grande. Así que faltaba humillarlos por las buenas. Inmortalizarlos para cada ocasión en que ese gol volviese a verse una vez y otra vez y para siempre, en cada rincón del mundo. Ellos volviendo a verse una y mil veces hasta el cansancio en las repeticiones incrédulas. Ellos pasmados, ellos llegando tarde al cruce, ellos viéndolo todo desde el piso, ellos hundiéndose definitivamente en la derrota, en la derrota pequeña y futbolera y absoluta y eterna e inolvidable.
Así que señores, lo lamento. Pero no me jodan con que lo mida con la misma vara con la que se supone debo juzgar a los demás mortales. Porque yo le debo esos dos goles a Inglaterra. Y el único modo que tengo de agradecérselo es dejarlo en paz con sus cosas. Porque ya que el tiempo cometió la estupidez de seguir transcurriendo, ya que optó por acumular un montón de presentes vulgares encima de ese presente perfecto, al menos yo debo tener la honestidad de recordarlo para toda la vida. Yo conservo el deber de la memoria.

Leído Por Alejandro Apo

lunes, 25 de junio de 2012

Cuentos de J. L. Borges

Jorge Luis Borges
(1899–1986)


Biografía de Tadeo Isidoro Cruz
(1829-1874)

(El Aleph (1949)
I'm looking for the face I had
Before the world was made.


                  Yeats: The Winding Stair.



         El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.
          Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: poro que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.
          En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
          En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carne a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y ¡os suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.

Jorge Luis Borges
(1899–1986)


El fin
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)




         Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente…
         Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
         Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
         La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.
         Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
         —Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
         El otro, con voz áspera, replicó:
         —Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
         Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
         —Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
         El otro explicó sin apuro:
         —Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos.
         Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
         —Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.
         El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.
         —Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
         Un lento acorde precedió la respuesta de negro:
         —Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
         —Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
         El negro, como si no lo oyera, observó:
         —Con el otoño se van acortando los días.
         —Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.
         Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
         —Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
         Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
         —Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
         El otro contestó con seriedad:
         —En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.
         Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
         —Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.
         Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.
         Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.

viernes, 15 de junio de 2012

Reseña Literaria


Reseña del Libro 
El GAUCHO MARTIN FIERRO/ LA VUELTA DE MARTIN FIERRO



En la historia de casi todo el mundo hubo alguna vez un Paraíso Perdido. Para Martín Fierro, como para todos los gauchos, ese Paraíso era la pampa antes de que los milicos, so excusa de vagancia y abulia política (por decirlo suavemente) empezaran a arrearlos como a ganado hacia los fortines que, por aquel tiempo, servían como principal defensa contra los indios. Tras revivir aquellos lejanos días felices, Martín Fierro cuenta cómo él mismo cayó con otros en una redada y enviado a prestar servicio a uno de dichos fortines. Se le hacen muchas promesas que no se cumplirán, lo que no es obstáculo para que se le prodiguen castigos de diversa índole, como si no fuera ya suficiente castigo el mero hecho de estar allí, mísero, andrajoso y obligado a combatir a los salvajes con un armamento ridículo. Harto, Fierro termina escapando en la primera ocasión que se le presenta. Pero no tarda en venírsele el mundo abajo: al llegar a su rancho se encuentra con que éste está hecho una ruina y que el paradero de su esposa e hijos es un misterio, aunque de la primera intuye que no tuvo más remedio que irse con otro hombre que pudiera mantenerla. Sus hijos probablemente se hayan dispersado en todas direcciones, cada uno en busca de un hogar o algo que medianamente se le parezca. A partir de allí, la rabia carcomerá al protagonista, que se volvera gaucho matrero, un fuera de la ley. Luego de un par de asesinatos, será buscado y hallado finalmente por una partida que intentará capturarlo. Fierro, no obstante, se defiende con tal valentía que uno de quienes vienen a capturarlo, Cruz, se pasa a su lado, y entre ambos diezmarán a lños captores. Cruz, que también las pasó negras a su manera, propone a Fierro que ambos vayan a vivir con los indios, pues éstos acogen a quienes están dispuestos a vivir conforme a sus leyes. La partida rumbo a las tolderías de los aborígenes cierra El gaucho Martín Fierro.

      El inicio de La vuelta de Martín Fierro, secuela del poema original, demuestra que no fue tan buena, después de todo, aquella idea de ir a vivir con los indígenas. En efecto, Fierro y Cruz llegan a las tolderías cuando se está planeando un malón, y en tales ocasiones, los aborígenes son desconfiados. Aunque los toleran junto a ellos, separan a Cruz de Fierro por tomarlos por espías, y así permanecerán durante varios años. Tras la muerte de Cruz, víctima de una epidemia que estraga a la población india, Fierro retorna a la civilización, donde ya sus fechorías han quedado olvidadas, y emprende la búsqueda de sus hijos. Si lo logrará o no y qué sucederá a continuación, queda por cuenta del lector averiguarlo.

      Tal el argumento de lo que para el común de los argentinos es simplemente El Martín Fierro, nuestro libro nacional y sin duda el máximo exponente de la literatura gauchesca. Aunque espléndido en su descripción de los llanos pampeanos y la vida en los mismos en la segunda mitad del siglo XIX, leemos en él situaciones que trascienden toda época, especialmente a la hora de hablar de los abusos de la autoridad y unas cuantas injusticias con las que los argentinos estamos muy familiarizados. Si en el fortín Fierro está mal armado y andrajoso, otro tanto les ocurrió a los chicos enviados a luchar a Malvinas contra Gran Bretaña en 1982; la corrupción, de la que se habla con bastante detalle en su momento, es, fue y será el gran cáncer de las autoridades argentinas de cualquier época. Esto explica que la obra no pierda vigencia, aun cuando los gauchos pertenecan más al pasado que al presente argentino. Tal vez, en este sentido, uno desearía que este libro tuviera menos vigencia; que la corrupción y el abuso fueran también cosas del pasado..

      No podemos menos que hacer una mención de uno de los personajes más emblemáticos de la obra, el viejo Vizcacha, un zorro mañoso que demuestra ser muy experto en la sabiduría del sobreviviente, y cuya moral es ciertamente elástica. Muy trabajador, pero también muy amigo de lo ajeno. De un modo u otro, el argentino actual se parece cada vez más a Vizcacha y cada vez menos a Martín Fierro. Tampoco esto deja de ser una lástima. En fin...

      Por último, debemos destacar que, como en toda edición digna del Martín Fierro, se incluye al final un glosario de términos gauchescos utilizados a lo largo del poema.

lunes, 11 de junio de 2012

martes, 5 de junio de 2012

Nacimiento de un mito


Nacimiento del mito Por Mario Goloboff. Escritor, docente universitario. (PÁGINA/12 (02-12-2010)

No es la primera vez en la vida ni en la de nuestra generación que nos toca ser testigos del nacimiento de un mito.(…)  Pero las condiciones del nacimiento de un mito son complejas, enigmáticas. Ellas se van creando como remedos históricos, religiosos, heroicos, elegíacos, en situaciones que, de inmediatas y coyunturales, devienen decisivas y marcan u obedecen a momentos cruciales de la vida social. Luego, a veces, se tarda siglos para develarlas, aun en el caso de los más sencillos. (…) Algunos muy prácticos pensadores, filósofos y poetas helenos, en medio de la vida dura signada por esclavistas y monarcas de la época, imaginaron por ejemplo el origen de la humilde araña nada menos que en una venganza de la diosa Atenea contra Aracné, princesa célebre por su tintura púrpura y su destreza en el arte de tejer, a quien Atenea, con sus inmensos poderes, habría trucado perversamente. Mucho más terrenales, apenas parece ser que en verdad lo concibieron empujados por una vieja rivalidad comercial que emponzoñaba las relaciones de estos pueblos griegos con los lidios, de origen cretense. Y Mileto, en Creta, era la más grande exportadora de lana de color del mundo antiguo... (…)
 Los mitos contemporáneos, populares, albergan componentes de realidad crecientes, pero conservan también, bastante elevados, los de inventiva y abstracción. Es que, sin éstos, no tendrían vigencia. Aunque hay, claro, enormes diferencias entre las ideas adquiridas durante la infancia de la Humanidad y las de nuestro presente: entonces, favorecida por la ingenuidad de la barbarie, la fantasía era el conocimiento; ahora, la percepción inteligible de lo real sumerge aquellas ilusiones, aunque, es cierto, permanecen alertas en nuestro inconsciente.
  Cesare Pavese, quien estudió este tema, sostenía que “la empresa del héroe mítico no es tal porque esté sembrada de casos sobrenaturales o fracturas de la normalidad, sino porque ella alcanza un valor absoluto de norma inmóvil que, precisamente por inmóvil, se revela constantemente (…) simbólica en fin”. Y agregaba: “El mito es, en definitiva, una norma, el esquema de un hecho ocurrido una vez por todas, y su valor le viene de esta unicidad absoluta que lo eleva fuera del tiempo y lo consagra revelación”. Pensar nuestro país y el continente, ver la acción intensa que desplegó un hombre para restañar rápida y efectivamente las heridas de la sociedad ayudarían a entender esta intuición, la verosimilitud de una imaginería.
  En el campo político, que fue durante el siglo XX el centro de la gran escena contemporánea , leí y escuché sobre Emiliano Zapata,; vi crecer y sucumbir a Evita, vi crecer y sucumbir al Che Guevara, vi sucumbir y crecer a Salvador Allende.
  Velé, solo, caminando en medio de una multitud, a François Mitterrand, (…). Y que fue, quizás, el último monumento histórico y político del siglo XX. Creo recordar que murió un fin de semana de enero del ’96. El primer o el segundo día hábil siguiente celebraron el homenaje popular en la Place de la Bastille, el lugar donde, años atrás, la gente se había volcado de manera espontánea para festejar su primera victoria presidencial y que, desde entonces, recobrando viejas glorias que venían hasta de la Revolución Francesa, volvió a ser un emblema “del pueblo de izquierdas”. El frío húmedo del norte y la tenue garúa se sumaban al duelo. Muy temprano, la tarde invernal se hizo noche, y el lugar, cubierto por innumerables velas de diferente intensidad, amortiguó el silencio, el llanto de la muchedumbre. Tuve, entonces, la imprecisa sensación de que nacía algo diferente en la historia de aquel país. Aunque él se había ocupado en modelar, durante años, con buril de orfebre, su estatura.
  Mucho más nítida fue, por eso, la impresión ahora, en nuestra Plaza, velando a Néstor Kirchner, porque el que se iba era alguien semejante, extrañamente semejante a nosotros. Gente arrinconada durante años por formadores de opinión, política, profesional; gente avergonzada por gritones de miedo a causa de sus simpatías, desanimada de mostrarse, confundida, ocultada y silenciada; jóvenes que habían permanecido valerosamente impermeables a tales cantos de sirena, se exhibían y expandían y estallaban ante el único hecho humano que no tiene remedio ni retorno, y salían a compartir su pena, su gratitud, su fuerza en una marea incontenible, lo que lleva a sostener a un serio estudioso de la política, Ernesto Laclau, que fue “todo un pueblo, el cual se ha manifestado en los últimos días en una de las expresiones de pesar colectivo más inmensas –quizá la más inmensa– de la historia argentina”.
  En este lugar que por muchas razones es, ya, un sitio sacro, y cuya significación por ello es absoluta, no parece raro que nazcan figuras absolutas. Elegidos con admirable inteligencia icónica, la Casa, el Salón, la Plaza, fueron los espacios rituales y magnos del recogimiento, del estremecimiento, de la vibración, de la afectuosa despedida.
  T. S. Eliot, el gran poeta conservador, católico, escribía que no nos es posible ver dónde está la grandeza en lo contemporáneo. Afirmaba que ella no se puede conocer ni se puede buscar; son necesarias dos o tres generaciones para que se logre evaluar a un coexistente en sus reales dimensiones. En medio del inequívoco dolor común, tuve la fortuna de haber sido partícipe de una multitud que, al fin, reconocía la grandeza en un contemporáneo. También, acaso, la de haber sido testigo del nacimiento de uno de los primeros mitos del siglo XXI. (Texto modificado)

lunes, 4 de junio de 2012

El Mito

Les dejo los links para que lean y traigan los artículos. Hacer "click" sobre los nombres.
Maradona y Gardel

lunes, 21 de mayo de 2012

Trabajo Práctico para 4º: La Reseña y animales fabulosos


1). Elaborar una reseña   del libro "Bestiario" de J. Cortázar en la que deberá constar de lo siguiente:
a). Paratextos correspondientes: título, copete e imagen
b) Introducción al texto.
C. Una breve biografía del autor y la composición del libro.(Ficha bibliográfica: Nombre, autor, editorial, lugar y fecha de edición . Otras obras interesantes que haya escrito, es novela o es un volumen de cuentos? Cuántos son?)
 d). Un resumen del contenido del libro y su ubicación en el registro o la cosmovisión a la que pertenece. .            Argumento (no dar demasiados detalles, crear suspense. ¿Cuál consideras que es el tema principal del libro? .Personajes: Breve descripción de los protagonistas ¿cómo están trazados? ¿Tienen profundidad psicológica o son simples y esquemáticos?)
 e). Un análisis o interpretación del texto.
f). Citas tomadas del texto, cuya función es probar ciertas observaciones vertidas por el autor de la reseña.
G). Una relación con otro de los textos leídos (El patio de atrás de Gorostiza) Relación de la obra con otras del mismo o diferente  género que hayáis leído o con películas que hayáis visto. “Le gustará a quien haya disfrutado con…” “Me ha recordado a…"
Actividades
Actividad 2 Grupal (Dos o tres integrantes).
Enanos, gigantes, hombres con alas de murciélago... ¿a quién no le gusta una historia repleta de seres fabulosos?
Seres fabulosos
A partir de la lectura pausada y en voz alta de "El nesnás", de Jorge Luis Borges,
1- identificá oralmente a los "cazadores de nesnás" que aparecen en el texto. Tené en cuenta que se trata de cazadores literarios, es decir, personas que supuestamente han rastreado la aparición de estos seres dentro del mundo de la literatura.
2- Indicá los lugares, geográficos y literarios, donde se encuentran los nesnás.
3- En el texto se nombran algunas variedades de nesnás.  Completá la descripción de esos monstruos y dales una ubicación, tanto literaria como geográfica. (Por ejemplo: los blemis podrían encontrarse en la Enciclopedia de las cosas extrañas y habitar la región oriental de la Isla de Pascua).
3-  Lee algunos de las descripciones de Borges en  El libro de los seres imaginarios. (te recomiendo  La esfinge,  El simurg, El Kraken, y la Quimera, entre otros) Luego inventá un ser imaginario, nombre, describí y comentá las costumbres del monstruo y alguna leyenda de la que forme parte. Armar un bestiario en línea, en una página web internet, y creando un tipo de entrada estándar que incluya: ilustración, nombre del animal fantástico, origen, descripción física, hábitat, detalle de sus hábitos, señas para identificarlo, qué representa dentro de la simbología del bestiario?.
Información que contiene la descripción:
- ILustración:  Un buen dibujo que ilustre la descripción (también se evalúa)
- Denominación.
- Datos en relación con el aspecto físico.
- Datos en relación con el comportamiento del ser o con los usos a que se destina.
- Origen del ser descrito.
- Hábitat
- Leyendas de que forma parte.
- Aspectos que simboliza.
Aspectos lingüísticos:
En el texto debe predominar el presente de indicativo.
La persona gramatical empleada debe ser la 3ª.
El vocabulario debe ser preciso e incluir tecnicismos.  " 


 Fecha de Entrega: Miércoles 30 de Mayo.
Esta semana comenzaremos trabajando con el material en clase.

lunes, 7 de mayo de 2012

Para 4º

 Les dejo el enlace del artículo que tienen que traer la próxima clase "·El tatuaje no es una moda tiene una fuerza cultural que lo hace perdurar"


martes, 24 de abril de 2012

Guía para la entrega del Trabajo Práctico de 6º año

Fecha de  entrega:  se modificó para el viernes 4 de Mayo.
Carácter: individual
El trabajo práctico debe entregarse con una caratula en la que debe constar nombre de la escuela,  fecha de entrega,  nombre del alumno, tema del trabajo práctico y nombre la de profesora.
Deben incluir también las consignas que van a desarrollar.
Puede ser entregado en manuscrito con letra clara .
Si es presentado en Word:
 fuente: Times  New Roman nº 12 en todo el texto.
Interlineado sencillo y Sangría
Margen:  Izquierdo 3cm. Derecho, superior e inferior 2,5

En la etiqueta de "Teoría" encontrarán  el Marco teórico necesario para realizar el trabajo  y el jueves 26 pueden consultarme las dudas que se les presenten.
Además en su carpeta de clase deben tener pegado "Los recursos del humor" que también lo encontrarán en la etiqueta de "teoría"




domingo, 22 de abril de 2012

Aguafuertes porteñas

Para la próxima clase deben traer los siguientes textos:


CAUSA Y SINRAZON DE LOS CELOS


            Hay buenos muchachitos, con metejones de primera agua, que le amargan la vida a sus respectivas novias promoviendo tempestades de ce­los, que son realmente tormentas en vasos de agua, con lluvias de lágri­mas y truenos de recriminaciones.
            Generalmente las mujeres son menos celosas que los hombres. Y si son inteligentes, aun cuando sean celosas, se cuidan muy bien de descu­brir tal sentimiento, porque saben que la exposición de semejante debili­dad las entrega atadas de pies y manos al fulano que les sorbió el seso.       De cualquier manera; el sentimiento de los celos es digno de estudio, no por los disgustos que provoca, sino por lo que revela en cuanto a psi­cología individual.
            Puede establecerse esta regla:
            Cuanto menos mujeres ha tratado un individuo, más celoso es.     
            La novedad del sentimiento amoroso conturba, casi asusta, y tras­torna la vida de un individuo poco acostumbrado a tales descargas y car­gas de emoción. La mujer llega a constituir para este sujeto un fenómeno divino, exclusivo. Se imagina que la suma de felicidad que ella suscita en él, puede proporcionársela a otro hombre; y entonces Fulano se toma la cabeza, espantado al pensar que toda "su" felicidad, está depositada en esa mujer, igual que en un banco. Ahora bien, en tiempos de crisis, uste­des saben perfectamente que los señores y señoras que tienen depósitos en instituciones bancarias, se precipitan a retirar sus depósitos, poseídos de la locura del pánico. Algo igual ocurre en el celoso. Con la diferencia que él piensa que si su "banco" quiebra, no podrá depositar su felicidad ya en ninguna parte. Siempre ocurre esta catástrofe mental con los pe­queños financieros sin cancha y los pequeños enamorados sin experien­cia.
            Frecuentemente, también, el hombre es celoso de la mujer cuyo me­canismo psicológico no conoce. Ahora bien: para conocer el mecanismo psicológico de la mujer, hay que tratar a muchas, y no elegir precisamen­te a las ingenuas para enamorarse, sino a las "vivas", las astutas y las desvergonzadas, porque ellas son fuente de enseñanzas maravillosas para un hombre sin experiencia, y le enseñan (involuntariamente, por supues­to) los mil resortes y engranajes de que "puede" componerse el alma fe­menina. (Conste que digo "de que puede componerse", no de que se com­pone.)
            Los pequeños enamorados, como los pequeños financistas, tienen en su capital de amor una sensibilidad tan prodigiosa, que hay mujeres que se desesperan de encontrarse frente a un hombre a quien quieren, pero que les atormenta la vida con sus estupideces infundadas.
            Los celos constituyen un sentimiento inferior, bajuno. El hombre, cela casi siempre a la mujer que no conoce, que no ha estudiado, y que casi siempre es superior intelectualmente a él. En síntesis, el celo es la en­vidia al revés.
            Lo más grave en la demostración de los celos es que el individuo, involuntariamente, se pone a merced de la mujer. La mujer en ese caso, puede hacer de él lo que se le antoja. Lo maneja a su voluntad. El celo (miedo de que ella lo abandone o prefiera a otro) pone de manifiesto la débil naturaleza del celoso, su pasión extrema, y su falta de discernimien­to. Y un hombre inteligente, jamás le demuestra celos a una mujer, ni cuando es celoso. Se guarda prudentemente sus sentimientos; y ese acto de voluntad repetido continuamente en las relaciones con el ser que ama, termina por colocarle en un plano superior al de ella, hasta que al llegar a determinado punto de control interior, el individuo "llega a saber que puede prescindir de esa mujer el día que ella no proceda con él como es debido".
            A su vez la mujer, que es sagaz e intuitiva, termina por darse cuenta de que con una naturaleza tan sólidamente plantada no se puede jugar, y entonces las relaciones entre ambos sexos se desarrollan con una nor­malidad que raras veces deja algo que desear, o terminan para mejor tran­quilidad de ambos.
            Claro está que para saber ocultar diestramente los sentimientos sub­terráneos que nos sacuden, es menester un entrenamiento largo, una edu­cación de práctica de la voluntad. Esta educación "práctica de la volun­tad" es frecuentísima entre las mujeres. Todos los días nos encontramos con muchachas que han educado su voluntad y sus intereses de tal mane­ra que envejecen a la espera de marido, en celibato rigurosamente mante­nido. Se dicen: "Algún día llegará". Y en algunos casos llega, efectiva­mente, el individuo que se las llevará contento y bailando para el Regis­tro Civil, que debía denominarse "Registro de la Propiedad Femenina".
            Sólo las mujeres muy ignorantes y muy brutas son celosas. El resto, clase media, superior, por excepción alberga semejante sentimiento. Du­rante el noviazgo muchas mujeres aparentan ser celosas; algunas también lo son, efectivamente. Pero en aquellas que aparentan celos, descubrimos que el celo es un sentimiento cuya finalidad es demostrar amor intenso inexistente, hacia un_ bobalicón que sólo cree en el amor cuando el amor va acompañado de celos. Ciertamente, hay individuos que no creen en el afecto, si el cariño no va acompañado de comedietas vulgares, como son, en realidad, las que constituyen los celos, pues jamás resuelven nada serio.
            Las señoras casadas, al cabo de media docena de años de matrimo­nio (algunas antes), pierden por completo los celos. Algunas, cuando ba­rruntan que los esposos tienen aventurillas de géneros dudosos, dicen, en círculos de amigas:
            -Los hombres son como los chicos grandes. Hay que dejar que se distraigan. También una no los va a tener todo el día pegados a las fal­das...
            Y los "chicos grandes" se divierten. Más aún, se olvidan de que un día fueron celosos...
            Pero este es tema para otra oportunidad.


DIALOGO DE LECHERIA


            Días pasados, tabique por medio, en un lechería con pretensiones de "reservado para familias", escuché un diálogo que se me quedó pegado en el oído, por lo pelafustanesco que resultaba. Indudablemente, el indi­viduo era un divertido, porque las cosas que decía movían a risa. He aquí lo que más o menos retuve:
            El Tipo. -Decime, yo no te juré amor eterno. ¿Vos podés afirmar bajo testimonio de escribano público que te juré amor eterno? ¿Me ju­raste vos amor eterno? No. ¿Y entonces...?
            Ella. -Ni falta hacía que te jurara, porque bien sabés que te quie­ro...
            El Tipo. -Un... Eso es harina de otro costal. Ahora hablemos del amor eterno. Si yo no te juré amor eterno, ¿por qué me hacés cuestión y me querellás?...
            Ella. -¡Monstruo! Te sacaría los ojos...
            El Tipo. -Y ahora me amenazás en mi seguridad personal. ¿Te das cuenta? ¿Querés privarme de mi libertad de albedrío?
            Ella. -¡Qué disparates estás diciendo!...
            El Tipo. -Es claro. Vos no me querés dejar tranquilo. Pretendés que como un manso cabrito me pase la vida adorándote...
            Ella.- ¿Manso cabrito vos?... Buena pieza..., desvergonzado hasta decir basta...
            El Tipo. -No satisfecha con amenazarme en mi seguridad personal, me injuriás de palabra.
            Ella. -Si no me juraste amor eterno, en cambio me dijiste que me  querías...
            El Tipo. -Eso es harina de otro costal. Una cosa es querer... y otra cosa, querer siempre. Cuando yo te dije que te quería, te quería. Aho­ra...
            Ella (amenazadora). -Ahora, ¿qué?
            El Tipo (tranquilamente).- Ahora no te quiero como antes.
            Ella. -¿Y cómo me querés, entonces?
            El Tipo (con mucha dulzura).- Te quiero... ver lejos...         
            Ella. -Un descarado como vos no he conocido nunca.
            El Tipo. -Por eso siempre te recomendé que viajaras. Viajando se instruye uno. Pero no vayas a viajar en ómnibus, ni en tranvía. Tomá un vapor grande, grandote, y andate... andate lejos.
            Ella (furiosa). -¿Y por qué me besabas, entonces?   
            El Tipo. -Ejem... Eso es harina de otro costal...
            Ella. -Parecés panadero.
            El Tipo. -Yo te besaba, porque si no te besaba vos ibas a decir con tus amigas: "Ven qué hombre más zonzo; ni me besa"...
            Ella (resoplando). -¡Yo no sé como no te mato! ¿Así que vos me besabas por gusto de besarme?
            El Tipo. -No exageremos. Algo también me gustaba... Pero no tanto como vos creés...
            Ella. -Se puede saber, decime, ¿dónde te has criado? Porque vos no tenés vergüenza. No la has tenido nunca. Ignorás lo que es la vergüen­za.
            El Tipo. -Sin embargo, yo soy muy tímido... Ya ves cuánto cavilo antes de mandarte al diablo... No, al diablo, no, querida; no te disgus­tés... es una forma de decir.
            Ella (agarrándose al tema). -De modo que vos me besabas a mí...  
            El Tipo. -¡Dios mío! Si uno tuviera que dar cuenta de los besos que ha dado, tendría que estar en presidio quinientos años. Vos parecés nor­teamericana.
            Ella. -¡Norteamericana! ¿Por qué?
            El Tipo. -Porque allá le pegás un beso a un palo de escoba y izas! la única indemnización tolerada es el casamiento... de modo que a los besos no les des importancia. Ahora, si yo hubiera echado a perder tu inocencia, sería otra cosa...
            Ella. -Yo no soy inocente. Inocentes son los locos y los bobos...    
            El Tipo. -Convengamos que decís una verdad grande como una ca­sa. Y luego me reprochás de ser injusto. Te doy la razón, querida. Sí, te la doy ampliamente. ¿Qué pecado me reprochás, entonces? ¿El que te haya dado unos besos?
            Ella. -¿Unos besos? Si fueron como cuarenta.
            El Tipo. -No... Estás mal, o tengo que suponer que vos no enten­dés de matemáticas. Pongamos que son diez besos... Y estaremos en la cuenta. Y tampoco llegan a diez. Además no valen porque son ósculos paternales... Y ahora, después de enojarte que te haya besado, te enojás porque no quiero seguir besándote. ¿Quién las entiende a ustedes las mu­jeres?
            Ella. -Me enojo porque me querés abandonar infamemente.
            El Tipo. -Yo no te di más que unos besos para que vos no les dije­ras a tus amigas que yo era un tipo zonzo. No tengo otro pecado sobre mi conciencia. ¿Qué me recriminás? ¿Se puede saber? A mí no me gusta hacer comedias. Vos te aburrís en tu casa, te encontrás conmigo y te me pegoteás como si yo fuera tu padre. Y yo no quiero ser tu padre. Yo no quiero tener responsabilidades. Soy un hombre virtuoso, tímido y tranquilo. Me gusta abrir la boca como un papanatas frente a un pillo que vende grasa de serpiente o cacerolas inoxidables. Vos, en cambio, te empeñás en que te jure amor eterno. Y yo no quiero jurarte amor eterno ni transitorio. Quiero andar atorranteando tranquilamente solo, sin una tía a la cola que me cuenta historias pueriles y manidas... y que porque me des un beso de morondanga me hacés pleitos que si me hubieras pres­tado a interés compuesto los tesoros de Rotschild.
            Ella. -Pero vos sos imposible...
            El Tipo. -Soy un auténtico hombre honrado.



EL QUE SIEMPRE DA LA RAZON


            Hay un tipo de hombre que no tiene color definido, siempre le da a usted la razón, siempre sonríe, siempre está dispuesto a condoler­se con su dolor y a sonreír con su alegría, y ni por broma contradice a nadie, ni tampoco habla mal de sus prójimos, y todos son buenos pa­ra él, y, aunque se le diga en la propia cara: "¡Usted es un hipócri­ta!" es imposible hacerle abandonar su estudiada posición de ecuani­midad.
            Incluso cuando habla parece llenarse de satisfacción, y da palmadi­tas en las espaldas de los que escuchan como si quisiera hacerse perdonar la alegría con que los agasaja.
            Esta efigie de hombre me produce una sensación de monstruo gelati­noso, enorme, con más profundidades que el mismo mar.
            No por lo que dice, sino por lo que oculta.   
            Obsérvelo.
            Siempre busca algo con que halagar la vanidad de sus prójimos. Es especialista en descubrir debilidades, no para vituperarlas o corregirlas, sino para elogiarlas y echarles aceite como a la ensalada.
            Es usted haragán. Pues el tipo le dirá:
            -¡Qué macanudo "fiacún" es usted! Lo envidio, Jefe...
            En cambio, usted tiene la pretensión de ser buen mozo. El fulano lo encuentra, y, parándolo, le pone las dos manos en las coyunturas de los brazos, lo mira dulcemente y exclama:
            -¡Qué elegante está usted hoy! ¡Qué bien! ¿Dónde compró esa mag­nífica corbata? Hombre dichoso.
            Usted camina preocupado de encontrarse enfermo. Mi monstruo lo­caliza su obsesión y exclama, casi indignado:
            -¿Enfermo usted? No chacotee. ¡Qué va a estar enfermo! Enfermo estoy yo.
            E ipso facto desembucha tal colección de enfermedades, que usted casi lo mira con terror... y contento de hallarse doliente de una sola en­fermedad.
            Se me dirá: "Son características de individuo enfermo, débil".
            Más que hombre mi individuo es una enredadera, lenta, inexorable, avanzadora. Puede cortarle todos los retoños que quiera, puede ofender a esta enredadera, del mejor modo que le dé la gana. Es inútil. El mons­truo no reaccionará.
            Crece con lentitud aterradora. Clava las raíces y crece. Inútil que el medio le sea adverso, que nadie quiera ayudarlo, que lo desprecien, que le den a entender que lo peor puede esperarse de él. Tiempo perdido. La enredadera, a cambio de injurias, le devolverá flores, perfume, caricias. Usted lo despreció y él se detendrá un día asombrado ante usted, excla­mando:
            -¿Quién es su sastre? ¡Qué magnífico traje le ha cortado! Sinver­güenza, no hay derecho a ser tan elegante.
            Usted dice un mal chiste; el hombre se ríe, lo "lomea" y después de ser casi víctima de una congestión por exceso de risa, dice:
            -¡Qué gracioso es usted!... ¡Qué bárbaro!...
            Y nuevamente vuelve a ser víctima de un ataque de risa, que le sube desde el vientre hasta la nuca.
            Está bien con todos. Algunos lo desprecian, otros lo compadecen, rarísimos lo estiman, y a la mayoría le es indiferente. El, más que nadie, tiene perfecto conocimiento de la repulsión interna que suscita, y avanza
con más precauciones que una araña sobre la red que extrae de su estó­mago.
            Está bien con todos. Puede usted comunicarle un secreto, en la segu­ridad que él lo embuchará más celosamente que una caja de hierro.
            Puede usted hacerle una barrabasada. Antes de que tenga tiempo de disculparse, él le dirá:
            -Comprendo. Olvidemos. Somos hombres. Todos fallamos. ¡Ja, ja! ¡Qué rico tipo!
            Imperceptiblemente sus gajos van prendiendo. Enroscándose a las defensas fijas. No es necesario verle a él, para comprender dónde se en­cuentra. Más aceitoso que una biela, se corre de un punto a otro con tal eficacia de elasticidad, que allí donde haya alguien a quien festejar o adular allí tropezaréis con su sonrisa amplia, ojos encandilados y sonrientes, y manos beatíficamente cruzadas sobre el pecho.
            No le sorprenderán en ninguna contradicción; salvo las contradic­ciones inteligentes en que él mismo incurre para darle razón a su adversa­rio y dejarlo más satisfecho de su poder intelectual.
            Otros se quejan. Hablan mal de la gente, del destino, de los jefes, de los amigos. El, de la única persona de quien habla mal es de sí mismo. Los demás, para los demás, exuda no sé de qué zona de su cuerpo tal extensión de aceite, que en cuanto alguien encrespa una palabra él ahoga la tempestad del vaso de agua con un barril de grasa.
            Dije que este hombre era un monstruo, y que me infundía terror, terror físico, igual que una pesadilla, porque adivinaba en él más profun­didades que las que tiene el mar.
            Efectivamente: ¿se lo imaginan ustedes a este bicharraco enojado? ¿O tramando una venganza?
            "La procesión va por dentro." Exteriormente sonríe como un ídolo chino, eternamente.
            ¿Qué es lo que desenvuelve dentro de él? ¿Qué tormentas? No me lo imagino... puede estar usted seguro que en la soledad, en ese semblante que siempre sonríe, debe dibujarse una tal fealdad taciturna, que al mismo diablo se le pondrá la piel fría y mirará con prevención a su esper­pento sobre la tierra: el hipócrita.

 EL HOMBRE CORCHO


            El hombre corcho, el hombre que nunca se hunde, sean cuales sean los acontecimientos turbios en que está mezclado, es el tipo más intere­sante de la fauna de los pilletes.
            Y quizá también el más inteligente y el más peligroso. Porque yo no conozco sujeto más peligroso que ese individuo, que, cuando viene a ha­blaros de su asunto, os dice:
            -Yo salí absuelto de culpa y cargo de ese proceso con la constancia de que ni mi buen nombre ni mi honor quedaban afectados.
            Bueno, cuando malandra de esta o de cualquier otra categoría os di­ga que "su buen nombre y honor no quedan afectados por el proceso", pónganse las manos en los bolsillos y abran bien los ojos, porque si no les ha de pesar más tarde.
            Ya en la escuela fue uno de esos alumnos solapados, de sonrisa falsa y aplicación excelente, que cuando se trataba de tirar una piedra se la al­canzaba al compañero.
            Siempre fue así, bellaco y tramposo, y simulador como él solo.      
            Este es el mal individuo, que si frecuentaba nuestras casas convencía a nuestras madres de que él era un santo, y nuestras madres, inexpertas y buenas, nos enloquecían luego con la cantinela:
            -Tomá ejemplo de Fulano. Mirá qué buen muchacho es.
Y el buen muchacho era el que le ponía alfileres en el asiento al maes­tro, pero sin que nadie lo viera; el buen muchacho era el que convencía al maestro de que él era un ejemplo vivo de aplicación, y en los castigos colectivos, en las aventuras en las cuales toda la clase cargaba con el muer­to, él se libraba en obsequio a su conducta ejemplar; y este pillete en se­milla, este malandrín en flor, por "a", por "b" o por "c", más profun­damente inmoral que todos los brutos de la clase juntos, era el único que convencía al bedel o al director de su inocencia y de su bondad.
            Corcho desde el aula, continuará siempre flotando; y en los exáme­nes, aunque sabía menos que los otros, salía bien; en las clases igual, y siempre, siempre sin hundirse, como si su naturaleza física participara de la fofa condición del corcho.
            Ya hombre, toda su malicia natural se redondeó, perfeccionándose hasta lo increíble.
            En el bien o en el mal, nunca fue bueno; bueno en lo que la palabra significaría platónicamente. La bondad de este hombre siempre queda sin­tetizada en estas palabras:
            "El proceso no afectó ni mi buen nombre ni mi honor".
Allí está su bondad, su honor y su honradez. El proceso no "los afec­tó". Casi, casi podríamos decir que si es bueno, su bondad es de carácter jurídico. Eso mismo. Un excelente individuo, jurídicamente hablando. ¿Y qué más se le puede pedir a un sinvergüenza de esta calaña?
            Lo que ocurrió es que flotó, flotó como el maldito corcho. Allí don­de otro pobre diablo se habría hundido para siempre en la cárcel, en el deshonor y la ignominia, el ciudadano Corcho encontró la triquiñuela de la ley, la escapatoria del código, la falta de un procedimiento que anulaba todo lo actuado, la prescripción por negligencia de los curiales, de las aves negras, de los oficiales de justicia y de toda la corte de cuervos lus­trosos y temibles. El caso es que se salvó. Se salvó "sin que el proceso afectara su buen nombre ni su honor". Ahora sería interesante establecer si un proceso puede afectar lo que un hombre no tiene.
            Donde más ostensibles son las virtudes del ciudadano Corcho es en las "litis" comerciales, en las trapisondas de las reuniones de acreedores, en los conatos de quiebras, en los concordatos, verificaciones de crédi­tos, tomas de razón, y todos esos chanchullos donde los damnificados creen perder la razón, y si no la pierden, pierden la plata, que para ellos es casi lo mismo o peor.
            En estos líos, espantosos de turbios y de incomprensibles, es donde el ciudadano Corcho flota en las aguas de la tempestad con la serenidad de un tiburón. ¿Que los acréedores se confabulaban para asesinarlo? Pe­dirá garantías al ministro y al juez. ¿Que los acreedores quieren cobrar­le? Levantará más falsos testimonios que Tartufo y su progenitor ¿Que los falsos acreedores quieren chuparle la sangre? Pues, a pararse, que si allí hay un sujeto con derecho a sanguijuela, es él y nadie más. ¿Que el síndico no se quiere "acomodar"? Pues, a crearle al síndico complicacio­nes que lo sindicarán como mal síndico.
            Y tanto va y viene, y da vueltas, y trama combinaciones, que al fin de cuentas el hombre Corcho los ha embarullado a todos, y no hay Cristo que se entienda. Y el ganancioso, el único ganancioso, es él. Todos los demás ¡van muertos!
            Fenómeno singular, caerá, como el gato, siempre de pie. Si es en un asunto criminal, se libra con la condicional; si en un asunto civil, no paga ni el sellado; si en un asunto particular, entonces, ¡qué Dios os li­bre!
            Tremendo, astuto y cauteloso, el hombre Corcho no da paso ni pun­tada en falso.
            Y todo le sale bien. Así como en la escuela pasaba los exámenes aun­que no supiera la lección, y en el examen siempre acertó por una bolilla favorable, este sujeto, en la clase de la vida, la acierta igualmente. Si se dedicó al comercio, y el negocio le va mal, siempre encuentra un zonzo a quien endosárselo. Si se produce una quiebra, él es el que, a pesar de la ferocidad de los acreedores, los arregla con un quince por ciento a pa­gar en la eternidad, cuando pueda o cuando quiera. Y siempre así, falso, amable y terrible, prospera en los bajíos donde se hubiera ido a pique, o encallado, más de una preclara inteligencia.
            ¿Talento o instinto? ¡Quién lo va a saber!


 Roberto Arlt Aguafuertes porteñas

trabajo práctico Nº 1 para 6º año


Trabajo práctico Nº 1  de Literatura
Escuela:                                                       
6º  AÑO                                                                                       
ALUMNO: ________________
Profesora: Lator, Irene.                                                          

TRABAJO PRÁCTICO Nº1

TEMARIO: La parodia. El  efecto cómico. Recursos del humor.

TIPOLOGÍA TEXTUAL  A APLICAR: El informe de lectura crítico-valorativo.
                       
FECHA DE ENTREGA DEL TRABAJO PRÁCTICO:  3 de Mayo de 2012

               Para la corrección y calificación del trabajo se tendrá en cuenta la profundidad y precisión en la realización de las consignas  y la correcta utilización de las herramientas dadas en clase y del marco teórico. Vayan a  la etiqueta de teoría y allí encontraran  los requisitos y el material necesario para hacer el trabajo.
Primera parte del Trabajo Práctico
 Leer  el cuento  de Jorge Luis Borges  “La muerte y la brújula” y contestar:
1)      ¿Por qué podemos decir que se trata de un cuento policial?
2)      Caracterizar a los personajes principales
3)      ¿Qué relación existe entre Lonnrot y Red Scarlach?

• Investigar y seleccionar información sobre el relato policial de enigma y sobre Jorge Luis Borges.
•Producir un informe relacionando las características  del policial con el cuento de Borges.  El tema del informe es: El cuento de Borges es una parodia del relato policial.
 • Para la elaboración del informe revisar el marco teórico dado y ajustar la producción a lo planteado desde esa concepción teórica.


Segunda parte del Trabajo Práctico: Optar por  ejercicio A, B o C
A)- Lee el poema  de Francisco Quevedo “Poderoso caballero es Don Dinero” y  señala los recursos poéticos presentes en el texto: personificación, metáforas,  comparación, anáforas, etc.
A.1) Escribe un texto breve en  el que debes explicar el tema del poema a partir del siguiente modelo de comentario lírico.


Modelo de comentario para lírica
El poema comentado se titula “..........” (el título del poema va entre comillas) y pertenece al autor ....... . ____________ ……… …… nació en …………. el ................... y falleció en ……………… el…………………..
Este texto literario pertenece al género lírico porque ……………………... ………………………………………………… Se caracteriza, además, por la transmisión de un estado anímico o en este caso  es una ....................... .
A lo largo de esta poesía, el poeta utiliza metáforas (“.............”) para ................; comparaciones (“...............”) para indicar ...........; (Acá enumeran un ejemplo de cada figura estudiada que encuentren.
El tema del poema es.................... porque ……………………….. Esto puede observarse cuando el poeta afirma “........................”.(desarrollar)

A.2)  El poema  “Poderoso Caballero es Don Dinero”  es un poema satírico cuyo tema es la  critica a  la importancia que en la sociedad adquiere el dinero.
Reescribe  el poema  tomándo como modelo el de Quevedo y basándote en la actualidad convierte al poema en un poema satírico moderno sin cambiar el tema principal. Puedes utilizar los recursos humorísticos que consideres como, comparaciones insólitas, hipérbole, ironía,  etc. O recursos poéticos como la metáfora, la personificación, la anáfora, etc.

B) Lee el poema  de Francisco Quevedo “A una nariz” y  señala los recursos poéticos presentes en el texto: personificación, metáforas,  comparación, anáforas, etc.
B.1) Escribe un texto breve en que debes explicar el tema del poema a partir del modelo de comentario lírico.
B.2) El poema  “A una nariz”  es un poema satírico burlesco  cuyo tema radica en la burla de una inmensa nariz.
Reescribe  el poema tomando como modelo el de Quevedo, solo que el tema será: “a unas orejas” Puedes utilizar los recursos humorísticos que consideres como, comparaciones insólitas, hipérbole, ironía, etc. Hagan las transformaciones necesarias  acomodando las metáforas y comparaciones al poema para que cambie de víctima.

 C) Lean el fragmento del segundo acto de la conocida obra de William Shakespeare Romeo y Julieta. Momento en que Romeo entra furtivamente en el jardín de los Capuleto para  hablar con su amada Julieta. Vuelvan cómica esa escena romántica. Para ello deben utilizar algunos de los recursos o procedimientos del humor (repetición, ironía, hipérbole, expectativa frustrada, juegos de palabras, etc.)  Deben luego aclarar  qué recursos o procedimientos utilizaron y dónde.

Fragmento:
JULIETA 
¿Quién eres tú, que así, envuelto en la noche, sorprendes de tal modo mis secretos?
ROMEO 
¡No sé cómo expresarte con un nombre quién soy! Mi nombre, santa adorada, me es odioso, por ser para ti un enemigo. De tenerla escrita, rasgaría esa palabra.
JULIETA 
Todavía no han librado mis oídos cien palabras de esa lengua, y conozco ya el acento. ¿No eres tú Romeo y Montesco?
ROMEO
Ni uno ni otro, hermosa doncella, si los dos te desagradan.

JULIETA
Y dime: ¿cómo has llegado hasta aquí, y para qué? Las tapias del jardín son altas y difíciles de escalar, y el sitio de muerte, considerando quién eres, si alguno de mis parientes te descubriera.
ROMEO
Con ligeras alas de amor franqueé estos muros, pues no hay cerca de piedra capaz de atajar el amor; y lo que el amor puede hacer, aquello el amor se atreve a intentar. Por tanto, tus parientes no me importan.
JULIETA 
¡Te asesinarán si te encuentran!
ROMEO 
¡Ay! ¡Más peligro hallo en tus ojos que en veinte espadas de ellos! Mírame tan sólo con agrado, y quedo a prueba contra su enemistad.
JULIETA
¡Por cuánto vale el mundo, no quisiera que te viesen aquí!
ROMEO 
El manto de la noche me oculta a sus miradas; pero, si no me quieres, déjalos que me hallen aquí. ¡Es mejor que termine mi vida victima de su odio, que se retrase mi muerte falto de tu amor!
JULIETA 
¿Quién fue tu guía para descubrir este sitio?
ROMEO 
Amor, que fue el primero que me incitó a indagar; él me prestó consejo y yo le presté mis ojos. No soy piloto; sin embargo, aunque te hallaras tan lejos como la más extensa ribera que baña el más lejano mar, me aventuraría por mercancía semejante.